Blog de los textos de José Mariano Leyva. Ensayo. Narrativa. Reseña. Historia. Noticias.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Texto de presentación de mi novela "Imbéciles anónimos" en Bellas Artes.


Queridos Elías, Carlos y Marsé, querida Suza:

Las siluetas de Elías, Carlos, Marsé y Suza indelebles en la portada
Han pasado más de cuatro años desde la última vez que nos vimos. Desde que nos despedimos en la casa que no tiene vecinos. La casa en la barranca de Cuernavaca. La que tiene un cadáver. Ahora les escribo desde este mismo lugar. Les tengo malas noticias: desde la casa, a lo lejos, ya se pueden ver algunas construcciones. La soledad de esta barranca comienza a ser espejismo del pasado. Las dos o tres casas que se ven a lo lejos, en medio de los árboles parece que están agazapadas. Como si hubieran llegado huyendo y permanecieran ahí, asustadas.
            Y así, desde la última vez que nos vimos, parece que muchas cosas han huido. Que se han escapado. Tal vez demasiadas.
            Querida Suza, te tengo una noticia: tuve una hija. Contrario a lo que te podías imaginar, ha resultado el giro más interesante de mi propia historia. Es difícil hablar de hijos sin que un cliché se escurra por los labios. Y sabes el mal humor que los clichés me provocan. Aún así, es necesario decir, al compás del lugar común, que hoy no hay absolutamente nada más importante que mi hija. Los hijos, me di cuenta, derrotan al ego. Y, como tantas veces repetiste, querido Elías, el ego sometido es también una forma de madurar. Espero que tengas razón.
            Sin embargo, la presencia de mi hija en la vida no significa que haya logrado todo lo que antes habíamos criticado. El día de hoy no hay una casa, dos coches, un perro, ni la transmisión dominical del fútbol, como hace cuatro años creíamos que le sucedía a la gente que se asentaba. Que tenía hijos. Vaya, no hay ya ni siquiera una vida en pareja. Tanto así han cambiado las cosas en estos cuatro años. Pienso entonces que tal vez las ideas de juventud y madurez cambian imitando al vértigo. Son imparables conforme nuestra propia madurez llega. No me pregunten si es un asunto de tranquilizarse o rendirse. No lo sé.
            Así, Carlos querido, me desbandé de esa “imbecilidad necesaria”, como llamaste al matrimonio. Ahora que lo pienso, ustedes que son expertos en separaciones de parejas tal vez me podrían haber ayudado a mí a resolver mi propio galimatías. Pero las separaciones de estos últimos años, iniciaron con ustedes. Fue el adiós a muchas, muchísimas cosas. Y la verdad es que pensé que con eso se saldaban las despedidas, se finiquitaba a la nostalgia, pero creo que las continuas despedidas forman parte de un “por siempre”. No me pregunten si es una postura pesimista o serena. Una vez más: no lo sé.
            El país también se ha despedido de muchas cosas. Es otro por competo. Tal vez no lo reconocerían. Es como si de pronto se hubiera plagado de Comandantes Gutiérrez. Como si la amenaza que sufrieron aquella noche en esta casa fuera la nueva normalidad. Como si el acto de irrumpir con armas, con la crueldad como la insignia mejor respetada, fuera algo corriente. Demasiadas cosas nos parecen normales hoy. Cifras que en realidad son muertos. La colisión de los diferentes méxicos que tanta sorpresa y dolor les causó a ustedes, el día de hoy ya ni se comenta. ¿Por qué escribir sobre muertes en un país donde hay demasiadas?, me preguntó hace unos días una persona que se interesó en nuestra historia. Contesté que cuando acabé de escribir nuestra historia, el México de hoy no existía. Pero aún así, estoy convencido que se escribe sobre la muerte para darle la dimensión que le corresponde. Una muerte no es un 1. Dos muertos no son 1 + 1. Un muerto es el dolor causado a mucha gente: conocidos, amigos, familiares. Es depresión y desesperación. Una sola muerte es la avalancha de la desgracia. El poder de la tristeza. Y ahora, es también la ausencia de indignación frente al terror.
            Tú sabes de realidades, querido Elías. Chocaste contra unas cuantas. Pues ahora puedo decirte que esta realidad, que ya no conociste, hace que muchos fracasos también nos parezcan normales. Que la huida sea casi un estereotipo. Casi un cliché. Como las casas asustadas en medio de la barranca, como las separaciones de pareja. ¿A quién le puede interesar vivir con alguien más cuando la realidad nos obliga a estar en eterno escape? Tal vez sea como dice Julian Barnes, tal vez cuando el amor fracasa hay que echarle la culpa a la historia del mundo. Pero esa es una frase que provocó otro libro, no aquél en donde aparece su historia. Lo que sí puedo decirles es que mi presente conmina al escape, aún al abandono. No se si es cobardía o sobrevivencia, de verdad, no lo sé.
            Así, desde que nos dejamos de ver han sucedido muchos “adioses”. Y con los “adioses”, emerge la nostalgia. Y la nostalgia tal vez debería ser el estado más honesto del mundo. De nuestro país. Más que huir, recordar. La nostalgia general. La nostalgia particular. Hay nostalgia de amistades que se creían a prueba de hierro. Nostalgia por las personas que se fueron. Nostalgia por convivencias más tumultuarias. Con el tiempo, la intimidad va adquiriendo poderes que antes no imaginaba. También se la comprende como algo esquizofrénico. Porque hay una intimidad asustadiza que no quiere levantar la cabeza por miedo a que un fragmento de hierro caliente le reviente los sesos. Pero también hay una intimidad voluntaria que permite escribir novelas, pensar y darnos la sensación de que a pesar de todo existimos. Y entonces esa intimidad se vuelve la nueva compañera. La que sustituye al tumulto. No me pregunten si es madurez o depuración. No lo sé.
            “Escribe esta historia”, me dijiste, Carlos. Y en esa intimidad que apenas nacía lo hice. Pero la intimidad no significa completa soledad, de la misma manera que una historia jamás la escribe una sola persona. Aunque sea la más privada. Y por eso es necesario agradecer a mucha gente. Carlos, Marsé, Elías, Suza, en este caso, huir y escapar sería degradante para nuestra propia historia, entonces les presento a nuevos amigos que jamás conocieron:
            Les presento al equipo de trabajo de Literatura del INBA, a quienes agradezco por el premio, por la presentación, por el apoyo. Les presento al conjunto de Random House Mondadori, que se han portado de manera espléndida conmigo: Sandra Montoya, Daniela Gama, pero sobre todo Andrés Ramírez y a Wendolín Perla, los editores entusiastas que se lanzaron a esta aventura.
A José Joaquín Blanco, el primer lector de nuestra historia. Crítico sagaz que no perdona, y al que sólo me atreví a mandarle la novela, acepto, bajo el efecto de unos tequilas. Siempre he considerado a Joaquín uno de los pilares más fornidos de la cultura mexicana. El orgullo de tenerlo en esta mesa supera toda melancolía. Lo mismo me pasa con J.M. Servín, también uno de los primeros lectores del libro junto con Daniel Sada y Paloma Villegas. Las crónicas, ensayos y ficciones de Servín me parecen un Norte justo para una realidad injusta.
            Les presento a otros lectores tempranos muy queridos: Anna Ribera Carbó y Pablo Martínez Lozada, sus comentarios y su entusiasmo fueron fundamentales para que nuestra historia llegara a buen puerto. También a los viejos amigos que han sobrevivido a esto que llamamos madurez, sobre todo a Hector “El Poli” Maldonado, Claudia Guillén y Mauricio Montiel. De la misma manera, a los nuevos amigos que parecen de años: Miguel Rupérez y Celina Orozco. Todos ellos, virtudes del sosiego, de la intimidad.
Y a cuatro personas que ustedes conocen a la perfección: Lourdes y Lucio, mis mejores amigos, como siempre, y más ahora que nunca. Las mejores personas que conozco. Y Amaranta y Emiliano, mis hermanos más que por sangre por elección. Relaciones que no aceptan las distancias ni las diferencias como argumentos válidos para aniquilar el cariño.

Pensar en esta intimidad tan repleta, querido Carlos, me recuerda una sucesión de fotografías muy concreta. Me recuerda a tus propias fotos, las que encontraste en la casa del Comandante. Las fotos que te llevaron a leer unas cartas en donde el pasado se volvía presente. El poder evocador de las fotografías es parecido. Muchas veces me sorprendo viendo fotos de mi hija. La nostalgia que provoca lo que no está se convierte en algo agradable. En un recuerdo reconfortante. Algo parecido me pasa cuando evoco a las personas que ya no están. Cuando me acuerdo del contexto que rodeó a nuestra historia. El México que ya no es.
Acordarme de ustedes se convirtió en una novela. Y por ello me gusta pensar que la literatura es una evocación constante y satisfactoria. Y que cuando cierto pasado se contrapone a cierto presente, la literatura se convierte también en un recordatorio de las fallas. Recordatorio de los imponderables, como ustedes mismos se bautizaron. Es una reminiscencia pausada que debería ser fiel consigo misma. Eso resulta útil en un orbe saturado de discursos a terceros que encubren las atrocidades más vergonzosas. Esa actividad, parsimoniosa y honesta en que se puede convertir la literatura, reconforta en un mundo en el que, como leía en una revista hace unos días, ha construido un sistema en el que se compra con dinero que no se tiene, cosas que no necesitamos, para impresionar fugazmente a personas que nos importan muy poco.
El amanecer en la casa que no tiene vecinos
Leer las historias de realidades pasadas nos da un sentido de permanencia frente a lo fugaz. Nos puede vacunar contra realidades tan ásperas, en las que cualquier asomo de sentimentalismo sin ironía nos termina pareciendo cursi. Porque el sarcasmo va a tono con muchas atrocidades, pero no tiene por qué ser el único acento. Llámenme idealista, yo el que no soportaba la más mínima visión de las utopías rosas, pero me da la sensación de que esa literatura vuelta permanencia, emitida con un tono más sentimental, es capaz de lograr concordias. Concordias reales, que sólo se logran después del análisis y la crítica de la realidad, no pueril maquillaje de bestialidades. ¿Será esta creencia producto del entusiasmo o un chocheo temprano? Saben que no lo sé.
        Elías, Carlos, Marsé, Suza: estoy en la casa con pocos vecinos de Cuernavaca. Las cosas han cambiado, pero el recuerdo se mantiene. El cadáver sigue aquí. Y de alguna manera, a pesar de que hace mucho tiempo que no los veo, ustedes también están aquí. Pero no como cadáveres, sino como recordatorio de que la avenencia siempre es posible.  Mientras se siga escribiendo, haciendo literatura, muchas cosas agradables estarán presentes. Nos pondrán en relieve realidades más brutales. Nos darán recuerdos en contra de la barbarie. Eso, y no mucho más. Es esta una visión reconfortante o desoladora, no me pregunten, porque sinceramente no lo se.

Y aceptar que no se saben cosas, que no hay certeza aún en los momentos que parecen más sosegados es también una forma de madurar… creo.


lunes, 12 de septiembre de 2011

Un Mad Man en época Fringe: Historia y TV


La Segunda Guerra Mundial. El mundo norteamericano en 1960. Las elecciones de 2000 en Estados Unidos. La ciencia descrita por la ficción en el cambio de siglo XX a XXI. Temas que recuerdan lapsos históricos, pero que se encuentran empapados de enfoques contemporáneos. Los eventos del pasado desacralizados, volviéndose propiedad de un número de gente que supera a la academia, a los especialistas. Las historia analizada, revisada, si afán docto. Sin miedo a cometer excesos subjetivos. Afortunadamente.
            Dos series de televisión. Dos libros. Y en todos ellos la palpable relación del presente con su pasado. Pero sobre todo el presente enfocando al pasado. Resaltando algunos rasgos, a algunas fobias y filias contemporáneas. El pasado haciendo relucir las obsesiones y nostalgias del presente.

Morales lejanas

En Mad Men, serie ideada por Matthew Weiner, se reconstruye el norteamericano mundo de la publicidad ubicado en los alrededores de 1960.[1] Atestiguamos el arranque de un tipo de empresa que inauguraría un estilo de vida: el orbe de los publicistas. Trabajo que, a través de la creación de necesidades, impondría en lo que queda del siglo XX una manera de vivir. La construcción del nuevo ideal de consumo. El neurótico y por ello inalcanzable querer ser del hombre moderno. Sin embargo, esa no es ni la única ni la más importante información histórica que se puede acariciar en esta serie. El encanto que le ha provocado a varios cientos de seguidores en el mundo, tal vez tenga que ver con referencias más sutiles. Más íntimas. En cincuenta años han cambiado muchas cosas. Y han cambiado para muchas personas. La familia, el papel de las mujeres, de los hombres. Las situaciones que se recrean en Mad Men, están cargadas de sutilizas que nos hacen sentir el paso del tiempo. Mad Men es una burbuja temporal que nos hace hincapié en la manera en que la vida cotidiana ha cambiado. Es el mundo antes de la revolución sexual, de la paulatina liberación femenina, de la sensibilización de los hombres. Es la historia de una sociedad carente de pedagogía, que veía a los hijos como molestas reproducciones de los adultos, aunque más salvajes y en donde la enseñanza de la disciplina era el pretexto perfecto para someter. Un mundo que nos señala cómo las cosas pueden cambiar en tan poco tiempo, al menos para ciertas franjas sociales. Así, Mad Men estimula conmociones. Nostalgia y recelo son dos de los sentimientos que la serie puede provocar.
El papel del hombre, atomizado en Don Draper –director creativo de la agencia y personaje principal de la serie–, es tanto víctima como victimario. En la serie, los hombres son duros. A pesar de tener infancias terribles y pasados sombríos, simulan tener el control todo el tiempo. El espectador del presente suele conmiserarse de ellos cuando observan su dolorosa simulación. Las flaquezas que sus personalidades, producto de ausencias y falta de cariño, son ignoradas. No está permitido ser débil, por más vidas terribles que se hayan tenido. Aguanta. No te rompas. No te doblegues. Al mismo tiempo, el espectador del presente los detesta cuando imponen su testosterona. Gritos, groserías, desprecios que son la norma. Peleas de gallos entre ellos, sanguinaria imposición hacia las mujeres, hacia los subalternos. Gélido desdén hacia los hijos.
 Sin embargo, también sucede lo contrario. Los personajes masculinos pueden provocar una nostalgia que pocos hombres contemporáneos aceptarían, por más que la sientan. La añoranza de esos hombres recios que pertenecían a épocas determinantes. Terminantes. Nada de negociar los papeles: las mujeres se dedican al hogar, o a ser secretarias –y a acceder a propuestas que conduzcan al amantazgo con sus jefes–. Los hombres a trabajar, proveer a sus familias y a tragarse cualquier debilidad por más indigesta que resulte. No hay medias tintas. No hay extensas discusiones con la pareja sobre falta de cariño, de sensibilidad, de tiempo dedicado a los niños. Nada de sicología que analice y tome por asalto las grescas familiares. Orden brutal y ahorro de tiempo. La felicidad es discusión aparte. Discusión más siglo XXI. Y aunque muchos de los espectadores masculinos sientan esa melancolía, no pueden aceptarla públicamente: la corrección política que apenas existía en 1960, es un artilugio muy recurrido en el presente. Es otra forma de someter los sentimientos reales y disfrazarlos de normalidad. Pero el encanto prohibido está ahí. La nostalgia por lo feroz. Baste decir que  Mad Men ha logrado 17 nominaciones Emmy, convirtiéndose así en la serie más nominada del 2010.
            El lapso histórico que Mad Men retrata no es un orbe seguro. Aquellos que tienen nociones mínimas de historia, saben que algo gordo está a punto de ocurrir. La década de los sesenta está a punto de irrumpir y el orden de las cosas se trastocará. Estos primeros atisbos de cambio, se notan en los personajes femeninos. Peggy Olson es una secretaria que deviene en ejecutiva creativa. Trabajo realizado normalmente sólo por hombres. La relación entre Peggy y Draper realiza una espiral histórica. A ella le cuesta tanto trabajo su nueva posición como a Draper le costó despegar a partir de sus carencias. Peggy, entonces comienza a hacer lo mismo que Draper: tragarse las inseguridades, congojas y frustraciones. Comienza a volverse dura. Una mujer pública que renuncia a su vida privada –niega a un hijo que sólo interferiría en su carrera–. Un mujer que asiste a table dances porque ahí se cierran varios de los tratos de la empresa. Que simula naturalidad en medio de un entretenimiento “sólo para hombres”. Un atisbo del porvenir, en donde los papeles de uno y otro sexos alternarán. Betty Draper es otro paradigma femenino a ojos del los espectadores de su futuro –de nuestro presente–. Una esposa modosita quien poco a poco se harta de su vida ordenada y en extremo aburrida. Los amantes se vuelven una opción para ella. Descubrir las mentiras de su esposo también. Aquí hay una liberación que no sucede bajo los efectos de la ideología. Es más básico y real. Una especie de “si tu lo haces, ¿por qué yo no?” Sentimientos que con toda probabilidad las feministas políticas supieron encausar bien e incluso sacarles provecho.[2]
Y en lo anterior se encuentra una nueva máxima del análisis histórico, este sí por completo académico. Mientras la historiografía del siglo XIX insistía en interpretar los hechos del pasado a partir de la ideología –entender las revoluciones desde un matiz marxista, por ejemplo–, en el siglo XX, teóricos de la historia como Jacques Rancière sugieren que en esas revueltas, la vida cotidiana se impone. El hartazgo por una situación habitual es el detonante y no un conjunto de ideas bien estructuradas. Las sediciones hechas por hartazgos, no por tener conciencia social. Esto sin duda sacude varios de los preceptos políticos e históricos aún el día de hoy, pero creer que los grandes eventos son resultado de grandes estructuras mentales, es demasiado falso y árido. Tal vez esa explicación funcione para intentar dar orden al pasado desde el presente, pero también nos alejan de la propia realidad. Nos otorgan un matiz un tanto acartonado. Mad Men hace lo contrario: expone situaciones, no las capitaliza desde cotos políticos o ideológicos. Literatura antes que convencimiento. Observar antes que determinar. La comprensión que, llegados a al fin del siglo XX, se vuelve un recurso más solicitado, como el ablandamiento de los hombres duros de antaño. Así, los seguidores de la serie pueden sacar sus propias conclusiones desde su individual perspectiva.
            La batalla de los sexos no es el único referente histórico en Mad Men. El consumo de alcohol, de cigarrillos, o las tendencias homosexuales, son otros parámetros históricos que encantan y atraen. El homosexualismo es un tabú irremediable. Un personaje masculino con esas tendencias, es negado. Sin embargo, en la sutilidad se encuentra la aportación. La relación que el hombre tiene con su propia homosexualidad, funciona de la misma manera que las flaquezas que Don Draper debe aguantar y disimular. Además, al estilo de Betty Draper, presenciamos una paulatina aunque tortuosa aceptación. El final para este hombre es terrible y nos vuelve a remitir a una temporada casi ajena: un poderoso cliente de la agencia descubre la inclinación homosexual en el que ahora es su subalterno. Intenta ligárselo y, ante la negativa, decide retirar su proyecto hasta que lo corran. Y eso es lo que pasa.
            Mientras ciertas tendencias son desterradas otras, a diferencia de nuestro presente, son alentadas. Los ríos de alcohol que corren, episodio tras episodio de Mad Men, emborrachan al espectador. El alcoholismo no es enfermedad: es parte de la vida normal. Beber es consumir. Beber, entonces está bien. Las buenas conciencias de hace cincuenta años beben sin parar. Es un cliché de esos hombres modernos con el hígado destrozado. No es privativo de círculos bohemios o decadentes. El alcohol es estimulante. Sirve también para soportar la negación de la debilidad. Un par de personajes son alcohólicos, pero a nadie le importa. Les ofrecen martinis y whisky a manos llenas. ¿Perdición por alcohol? ¡Eso son remilgos de niñitas endebles! Y con los cigarrillos sucede lo mismo. Sin embargo, en este último caso, ya se divisa la reglamentación del futuro. La campaña publicitaria que la compañía realiza para Lucky Strike, está teniendo problemas. Los médicos han comenzado a señalar que fumar es malo. La publicidad encuentra entonces maneras para minimizar esa preocupación. En Mad Men no hay nada de “dejar de fumar, reduce importantes riesgos en la salud”. Y eso, aceptémoslo, también genera nostalgia. La añoranza de las épocas en las que las buenas conciencias no tenían como blanco al alcohol, al tabaco. Con el comunismo estaban bastante ocupados. Nostalgia de bares, cafés y estaciones de autobuses en donde se podía fumar. Pero más allá de eso, estas sutilidades, nos indican cómo los detalles cambian en un periodo de tiempo tan breve. No hace falta entonces recrear la época isabelina, el virreinato o las guerras intestinas del XIX. La historia contemporánea mantiene una capacidad de sorpresa que logra su sortilegio gracias a que aún podemos palpar en nuestro presente, las consecuencias directas del cambio. Prendemos un cigarrillo –que sabemos es nocivo– y recordamos ese pasado inmediato en donde aún se podía fumar en el bar, en tu casa, incluso frente a niños, y nadie pegaba el grito en el cielo. Mad Men se convierte en memorabilia compuesta por el transcurso de nuestros comportamientos. Un afiche para coleccionistas que no necesita de expertos, porque a casi todos les dice algo. Porque recuerda de una manera eficaz la manera en la que hemos cambiado en tan poco tiempo.

Traumas revisitados

Pocos eventos tan brutales como la Segunda Guerra Mundial. Pocos episodios históricos como aquel, que ha aceptado una interpretación casi única. Con claros bandos entre “buenos” y “malos”. Una receta moral basada en esa forma ideológica de ver la historia. Toda interpretación alterna que se aplica a la Segunda Guerra Mundial, suele ser recibida con altas dosis de polémica. Si con Mad Men recibimos una dosis de pasado que confrontamos con nuestro presente, con el libro Las benévolas (2006) de Jonathan Litell, podemos ver una interpretación del pasado a través de los ojos de un sentir muy contemporáneo.
            Las benévolas es el primer libro de Litell. Le valió el Premio Goncourt y el Gran Premio de Novela de la Academia francesa[3], pero al mismo tiempo, la novela apareció rodeado de un coro de voces histéricas. La creación de la polémica por haber revisado a la Segunda Guerra Mundial desde un coto nihilista. La extensa historia se regodea en datos y episodios históricos. Sin embargo, más allá del recuento, hay un propósito constante: dar un enfoque diferente de los hechos por todos conocidos. Y para lograr esto último, la introducción que bajo el título de “Tocata”, hace el autor, resulta macizo como un golpe a la moral consabida. “Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió”, nos pide el personaje. “No somos hermanos tuyos, me replicaréis y nos importa un bledo. Y es muy cierto que se trata de una tenebrosa historia, aunque también edificante, un auténtico cuento moral, os lo aseguro.” Ironía, cinismo, malestar. El personaje que nos habla es un ex nazi. Sin embargo, el autor que lo creó le otorga el cruel desenfado de las generaciones nihilistas. De las sociedades a las que no les “importa un bledo”, al mismo tiempo que se encuentran saturadas de información y juegan a no tener tabúes. Muy atrás han quedado los papeles inamovibles de hombres y mujeres. Ahora todo es relativo, expugnable y analizable desde ópticas que no se sometan a camisas de fuerza morales. Bajo esta óptica, el personaje no trata de convencernos ni de la maldad ni de la expiación de los nazis. El presente se entromete con el pasado y otorga nuevas formas para que la historia haga el recuento de los hechos. Va una extensa cita del repugnante y a la vez seductor personaje:
En este programa [el T-4, de exterminio de los nazis], a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: “¿Culpable yo?”. La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico. El peón que abre la llave de gas, quien se halla más próximo al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. [...] ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos?[4]

La interpretación que el personaje hace de su pasado, cuestiona el episodio histórico, pero también nos da información del presente desde el que se hace el análisis. Que sea un nazi quien hable y quien establezca esa estructura de análisis en la que El Gran Enemigo se diluye para repartir responsabilidades entre todos, sólo puede suceder pasado un tiempo del episodio. Una vez que el dolor de las heridas también se ha diluido, incluso olvidado. Este olvido que provoca un sano distanciamiento, al evitar los discursos morales inequívocos y rotundos –nazis completamente malos, judíos completamente víctimas–, también contiene un riesgo. El olvido del dolor puede llevar con mucha facilidad a la repetición. Sin embargo, más allá de peligrosas emulaciones, la postura de Jonathan Litell tiene más que ver con un sano descreimiento. De esos que más que demoler u olvidar, eligen un empezar renovado que critica los vicios y errores del pasado. Sobre todo los de óptica. Así, Litell no consiente jamás con posturas que se dicen benévolas y que sólo sirven para alimentar más guerras. Un avance de mentalidad tenue, pero que resulta determinante si deseamos pasar de la época del descreimiento a la de una construcción que no ceda ante los embustes del pasado. Un certeza que ya desembarazada de los moldes añejos, se pregunta una y otra vez cuántas guerras se han creado a partir de discursos de izquierda y derecha.
            Litell nació en 1967, pertenece por completo a la Generación X que el escritor canadiense Douglas Coupland clasificó. Aquella que vive en medio de un exceso de información, de una nostalgia por el amor, de un acérrimo descreimiento. Pero una generación también que, a pesar de tantos tótems derrumbados, se mantiene idealista, aunque no tenga nada que ver con las izquierdas o derechas políticas que poblaron casi todo el siglo XX. Por ello su libro causó tanto escozor. En la polémica también se lee un cambio generacional. De mentalidad. Permuta contemporánea. Que un nazi declare que la culpa de la Segunda Guerra Mundial la compartimos todos, es un edicto polémico a la vez que doloroso. Pero la realidad del autor nada tiene que ver con su personaje nazi. Litell es judío, y durante largas temporadas intentó remediar su infecta realidad como pudo. Obsesionado con la guerra de Vietnam, se lanzó en campañas humanitarias hacia Bosnia-Herzegovina, Chechenia, Afganistán y el Congo. Luego dejó todo ello para sentarse a escribir Las benévolas en 2001 y con 21 años.

Zzzzzzz: en busca de un misterio

Varios especialistas y pensadores han tratado de ubicar el origen de la publicidad y la mercadotecnia. Varios aterrizan el inicio con Hitler. El dictador que supo venderse bien. Que convenció no sólo a un país, sino a buena parte del mundo que era imprescindible. Varios años después esa maquinaria publicitaria se diversificó. Echó raíces en casi todos los países del mismo mundo. El período histórico de la segunda mitad del XX es, sobre todo, la de un mundo cargado de publicidad. Y ello ha condicionado a varias generaciones. Sociedades que consumen entusiastas –como la retratada en Mad Men, o como el ideal que se diseñó durante el Milagro Mexicano–, generaciones obsesionadas con las marcas –como las juventudes de los ochenta–, hasta llegar a un sitio diferente: generaciones indigestas de publicidad. La publicidad no tiene ética. Por lo mismo, elimina tabúes con tal de que su efectividad se vigorice. Y eso logró nutridas franjas sociales que, sin tabúes, pueden repensar muchos eventos históricos. No sólo la Guerra Mundial que dio a luz a la mercadotecnia, sino eventos más recientes. Un análisis que, despojado de lineamientos ideológicos duros, experimenta nuevas visiones descarnadas o reveladoras. Las benévolas, de Jonathan Litell es buen ejemplo, pero no es el único.
            El escritor norteamericano James Ellroy sabe de obsesión por el consumo. En su pieza de autoconfesión “Mi vida como golfo” compilada en su libro Destino: la morgue (2007), nos narra su adicción a los tabloides, a los espectáculos deportivos, al alcohol y a las pastillas. Ellroy no es de la generación Mad Men. Sus desproporciones las vivió de manera aislada, lejos del éxito ideático. Ellroy tampoco es generación X: nació en 1948. No se inclinó por las expediciones humanitarias. Todo lo contrario: en su juventud sin dinero y lleno de deseos, se colaba en casas ajenas para beber licores y robar ropa interior de chicas a las que conocía. Sin embargo, tras esa vida de excesos –que por otra parte jamás justificó bajo la bandera del underground–, tras haber vivido todo y visto todo, le quedó una personalidad muy generación X. Sin tabúes. Ellroy no defiende al alcohol como ingrediente de la sociedad de consumo, pero tampoco lo ataca como un puritano de finales de siglo XX. Ellroy nos dice del alcohol:
El impulso alcohólico es la necesidad de ver lo que no se puede ver cuando se está sobrio. Es igualitario. Libera. Atraviesa todas las barreras de clase. Te sitúa en un contexto que confunde y te lleva a jugar contra la banca. Te libera de tu aislamiento y vuelve a atraparte en él. Es el impulso del amor descuidadamente promiscuo.[5]

Visión descarnada. Sin tabú. Nada de “bebe para pertenecer”. Nada de “di no a las drogas”. Visión tal vez molesta por real. Y los libros de este autor no se estacionan en los excesos. Su fuerte es el retrato de la sociedad norteamericana de los cuarenta, cincuenta, sesenta. Resalta las contradicciones que los tipos duros de Mad Men desean obviar. Ellroy aplica la misma visión temible a la política más contemporánea en su texto “El padre, el hijo y el espíritu del hermano”. Las elecciones del 2000 en Estados Unidos se vuelve el episodio histórico a analizar para este nihilista consumado. Bush contra Gore. James Ellroy es sanguinario. Nos dice de aquél proceso:
El chalaneo del discurso nacional. Atragántate con los detalles y pasa por alto el presuntuoso hecho de que la política presidencial es el Campeonato Mundial de las Peleas de Gallos para macarras y que el consenso se compra con una andanada de propaganda solapadamente disfrazada de libertad de expresión.[6]

Una ventaja que la ausencia de tabúes tiene, es la desacralización de los eventos que la publicidad insiste en hacernos creer importantes. Todo se toma en una dimensión más justa: el alcohol y sus efectos, la verdadera importancia de la política. El nihilista que es Ellroy no se deja intimidar por los “políticos como superestrellas”. No compra los discursos supuestamente diferenciados entre los contendientes. Litell es a la Segunda Guerra, lo que Ellroy es a los procesos políticos norteamericanos. Entonces, nos dice: “las elecciones de 2000. Bush contra Gore. La buena noticia es que uno de los dos perderá. La mala es que otro ganará”. La responsabilidad de la guerra se reparte entre todos. La victoria de un candidato también es culpa de todos. La política desde su versión publicitaria adormila a Ellroy. Y probablemente a buenos segmentos de las generaciones nacidas a partir de los sesenta. Como el propio autor señala, los discursos le provocan un extenso “Zzzzzzzzz”. Las recetas publicitarias no convencen al cínico. Al que lo ha vivido todo. El misterio de esa alquimia que es nulo. Gana la izquierda, gana la derecha. ¿Y?
            Así, en medio de despojos de tabúes: las opciones políticas gastadas, las ideologías sin impacto en las interpretaciones históricas, de algún lado tendría que salir el liberador misterio. No resulta sorpresivo entonces la propuesta de la serie Fringe creada por J. J. Abrams, Alex Kurtzman y Roberto Orci[7]. Fringe, clara heredera de propuestas televisivas como los Expedientes X, es una generadora de misterios. Pero el sitio de donde proceden esos misterios, puede leerse como un giro contemporáneo de óptica, muy cercano a Litell o Ellroy. A finales del siglo XIX la ciencia dura, entronizada por el positivismo, tenía un enorme apetito: deseaba develar misterios. No más brujas, no más diablos y demonios. Las fobias, las filias comenzaban a deslavar añejos mitos y se tornaban patrimonio de los científicos. Cien años después, tenemos demasiados misterios rotos. No hay encanto en el saber absolutamente todo. En que todo sea analizable y comprendido. La serie Fringe, entonces, propone una salida resguardada en la ficción: la ciencia, en vez de aclarar misterios los crea. La ciencia –o la visión que de ella se hace–, mantiene su potencial para lograr sorpresa. Es el pivote que nos salva del aburrimiento de la vida ordinaria: sea para develar misterios, como a fines del XIX –no son brujas, es necrofilia, ¡qué interesante!–, o para crearlos a finales del XX –un zombie creado a partir de un tipo de sangre corrompida genéticamente, ¡qué interesante!
            No creo que lo anterior se deba a que la ciencia sea el elemento salvador de nuestro tedio. Sino a que más bien es un elemento al que le vertimos nuestras esperanzas. Las esperanzas de un sitio mejor, ya sea para esclarecer misterios o para crearlos. En este sentido, la ficción que establece el concepto de ciencia tal vez sea más importante. La ficción que dota a la ciencia de su supuesto poder restaurador. Así, analizando la literatura de hoy que se aboca al pasado, respetando la visión de su propio entorno, podemos lograr crear o develar misterios. No transar con los vicios fenecidos, tal vez crear nuevos, como los que James Ellroy sostuvo en su negra temporada de ladrón, pero con la esperanza de que estas innovaciones creativas tengan el propósito de llevarnos a mejores sitios, o al menos, como los nihilistas creemos, hacer más habitable el desahuciado mundo que nos tocó vivir.

(Publicado originalmente en Posdata)


[1] Weiner también fue el escritor de la quinta y sexta temporada de Los Soprano, la mítica serie que trastocó no sólo a las producciones televisvas, sino también a las cinematográficas. Fue por escritores como él, que los contenidos para la pantalla chica tuvieron tanta calidad como para imaginarlos como una estupenda opción más allá del pueril entretenimiento. Para verlos incluso como valiosa propuesta literaria, por su aguda dramaturgia. Tanto así que varios productores de cine han visto a la televisión como una nueva zona preferente para desarrollar proyectos. Televisa, por cierto, no tiene nada que ver.
[2] Baste revisar el volumen De espacios domésticos y mundos públicos (2010, INAH, Colección Claves para la historia del siglo XX mexicano) en donde Martha Eva Rocha, Anna Rivera Carbó, Enriqueta Tuñón Pablos y Lilia Venegas Aguilera analizan algunas de las revueltas feministas ocurridas en el siglo que acaba de desaparecer. En cada uno de los casos las mujeres líderes supieron encausar un hartazgo o una carencia y dotarlos de sentido político.  
[3] Litell es norteamericano, vive en Barcelona, pero Las benévolas fue escrito en francés. El autor es un ciudadano muy finales de siglo XX, para quien las fronteras se rebasan con naturalidad, casi con imperiosa necesidad.
[4] En las benévolas (2006, RBA, Barcelona), p. 27.
[5] En destino la morgue (2007, Ediciones B, Barcelona), p. 11.
[6] Idem, p. 14.
[7] Tal vez no resulte como estupenda promoción de la serie el hecho que sus creadores hayan escrito también las nuevas películas de las añejas caricaturas Transformers. Sin embargo, con este dato, al menos podemos ubicarlos dentro de una franja generacional bastante concreta.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Vuelta por lo pasado


La noche renovada

Camino por la Avenida Tamaulipas de noche. La oscuridad sufre a cada tanto incisiones destellantes. Los restaurantes se derraman sobre las banquetas e inundan de luz las lóbregas copas de los árboles. Los ejércitos del valet parking se apropian de la calle, ignoran los pitidos y los insultos. La propina es primero. Es una colonia que aún decide su futuro como una Zona Rosa venida a menos o un Polanco elitista.
         Junto con la Roma y 26 más, La Condesa fue uno de los proyectos que germinaron a principios del siglo XX. En 1902 la compañía Colonia de la Condesa adquirió los terrenos y comenzó la planificación de las cuadras. El capital invertido provenía de reconocidas y poderosas manos, entre otras, las de José Yves Limantour y un hijo de Porfirio Díaz.
         La idea, muy porfiriana y positivista, era atraer a dueños de mansiones que quisieran crear una burbuja ideática y olvidarse un poco de los contrastes, de las turbas, de la realidad. Pero el sueño idílico tuvo que esperar 25 años para ver luz. En 1927 se estrenó el alumbrado público. La noche fue renovada, los peligros repelidos.
         Los albores del siglo XX acuartelaron un hipódromo y una plaza de toros en el territorio. La mitad del mismo siglo vio casas Art Decó, varios talleres mecánicos, misceláneas y tintorerías. Hacia el final, en la última década, restaurantes, cafés y bares se apropiaron de la noche en La Condesa. La noche conquistada. La noche imitando el día, mejorándolo. Otorgando el caos en horas que debían ser de reposo. Las apacibles casas de los veinte han sido destruidas para obtener un espacio donde flamantes edificios llenos de vidrios y funcionalismo se yerguen.
         Fue a la mitad de ese recorrido que el arquitecto estadounidense Charles Lee construyó el Cine Lido, en la esquina que forman las calles Tamaulipas y Benjamín Hill. Inaugurado en 1942, su estilo concordaba con las casas que lo rodeaban. Años después, con un México que ya se había golpeado varias veces con realidades poco sensatas, el cine cambió de nombre y se atestó de melancolía.
Recuerdo que el Cine Bella Época conservaba dentro de su taquilla tubular a una anciana que no le gustaban las películas que se exhibían a finales de los ochenta. Su lobby tenía tanto terciopelo rojo que podría haber vestido a todos los cardenales del Vaticano. Su inmensa sala solía encontrarse vacía. La fastuosidad a destiempo. Luego vinieron la épocas de las salas pequeñas. El cine dejaba de ser enlatado, pero ahora era claustrofóbico. Como los diminutos bares sustituyendo a las holgadas mansiones en la misma colonia.

La nostalgia remozada

Con el último siglo, aquél cine dejó de serlo. 33 millones de pesos compraron el espacio de memorias venidas a menos. 40 millones más lograron un proyecto arquitectónico deslumbrante. En 2006, el antiguo cine Bella Época se convirtió en la librería del Fondo de Cultura Económica “Rosario Castellanos”.
Hay faustas coincidencias históricas. Rosario Castellanos nació en 1925, dos años antes que La Condesa se inundara de luz. Después de vivir su infancia en Comitán, Chiapas, regresó a la ciudad en 1942, mismo año en que el Cine Lido fue inaugurado. No resulta difícil imaginarse a una Rosarios Castellanos de 17 años asistiendo al flamante cine que tiempo después sería una librería bautizada en su honor.
         La librería es vasta. 250 mil volúmenes están en exhibición. Esperan ser comprados. Muchas editoriales se encuentran representadas. Como si se tratara de un estudio desproporcionado, más aún que el de Alfonso Reyes, a pocas casas de la centelleante librería, los anaqueles suben por inmensas paredes y tocan el techo. Allá arriba 250 placas de cristal esmerilado insisten en lograr una representación de ramas, bambú o algas marinas. El creador de la imagen es Jan Hendrix, artista holandés. La idea fue lograr enormes tragaluces que alumbraran con generosidad el enorme perímetro que antes era cine. La oscuridad, una vez más sometida. La penumbra necesaria para la proyección se convierte en resplandor para leer. Las únicas tinieblas en la librería Rosario Castellanos permanecen apresadas como oficio entre las páginas escritas por aquella autora.

La melancolía desatada

Pero en la librería existen oscuridades más etéreas, más sensuales. En uno de los rincones se presenta la exposición pictórica Libreta de apuntes de Vlady. El pintor ruso llegó a México después que la URSS stalinista exiliara a su padre. Arribó el mismo año que Castellanos llegó a la ciudad de México, el mismo en que el Cine Lido fue inaugurado. Hoy los tres ocupan la misma comarca.
         La exposición busca el erotismo a través del claroscuro. Imágenes en huecograbados y litografías recrean tumultuosas concupiscencias. Es lógico: después de debutar en la vida en un escenario socialista, la libertad toma proporciones gozosas. Los cuadros están acompañados de poemas escritos por Efrén Rebolledo. El claroscuro une al pintor y al escritor. Rebolledo debutó en la Revista moderna, fue decadente, amante de las paradojas. Gustaba, como sus compañeros, de alarmar a las buenas conciencias. Su erotismo era delincuente. El amor atado al sufrimiento, la carnalidad obedeciendo al espíritu melancólico. Fue diplomático en Japón y, como Tablada, regresó ahíto de cultura asiática. 
         La dupla crea breves atmósferas cargadas de tensión. Donde uno usa el erotismo para liberarse, el otro lo quiere para la flagelación. Toda libertad conlleva padecimiento. Un amalgama que incluye a los bosquejos de Valdy: formas apenas reconocibles que privilegian las sensaciones sobre el signo bien delineado.

La juventud añeja

Cuatro años antes de que el Cine Lido se inaugurara, apareció en el diario El Nacional una nota que abría con el siguiente párrafo: “El último sábado dejó de existir en su domicilio de Tacubaya, Cerrada de la Revolución, 33 –y casi olvidado– el señor Ciro B. Ceballos, representativo de una época.”
         Ciro fue testigo de un México que soñaba al modernismo con tintes oscuros. Una exquisita noche sin alumbrado público. En 1938, otro de los representantes del decadentismo mexicano, amigo de Efrén Rebolledo, pero también de Bernardo Couto, Alberto Leduc, Amado Nervo y José Juan Tablada, desaparecía. Como los cuadros de Vlady, Ceballos fue autor del libro Claro-oscuro. Acérrimo crítico de la sociedad, fue un hombre que el México nacionalista olvidó. En la Revolución Mexicana no había espacio para críticos que pusieran en tela de juicio el estado de las cosas, se buscaba con ceguera la construcción del progreso. El México posrevolucionario miraba al futuro y sólo utilizaba el pasado. En sus últimos días, Ciro únicamente obtuvo inopia y abandono.
En la muerte le fue mejor. A partir de ella, El Nacional publicó una columna con las memorias preparadas por el autor decadente. La gente tampoco se fijó mucho. Fue necesario esperar casi setenta años para obtener esas memorias en forma de libro. 2006. Luz América Viveros Anaya saca Panorama mexicano (1890-1910) de Ciro B. Ceballos (UNAM).
En aquél país de finales del XIX y principios del XX, la modernidad era primicia. No era una modernidad maleada y esgrimida. La Condesa, el Cine Lido y el alumbrado público eran fantasías que aparecieron paulatinamente. Luego, la sorpresa cesó. La modernidad comenzó a reírse de la inocencia festiva, celebrada pocos años antes. En 1881 “la compañía Knight puso una primera instalación de 40 focos eléctricos” en el centro de la ciudad. “En el lapso de 1891 a 1897, fueron instalados 3,519 focos. La instalación de luz eléctrica partía del centro y avanzaba hacia el noroeste y oeste.” La Condesa y La Roma ya son parte de otro México que cree haber saldado sus necesidades básicas y ahora podía dedicarse al lujo. Ciro B. Ceballos vivió el proceso. Dentro de sus memorias recuerda a los gendarmes “en sus capotes de gran capucho como dominicanos monjes”. Nos refiere esas primeras llamas eléctricas rodeadas de cucarachas voladoras tan sorprendidas del fenómeno como los más avezados científicos positivistas.
Ceballos formaba parte de la duda. El progreso escondía sus caprichos. Él y otros jóvenes autores contrarrestaron la idea de civilidad con escapadas a Xochimilco acompañados de putas y generosas cantidades de ajenjo. Preferían las alucinaciones de la droga verde a las quimeras del progreso y, después, del nacionalismo. Conformaron la imagen del intelectual moderno, como indica Viveros Anaya. Los Méxicos que le tocaron vivir transitaron del progresismo científico al nacionalismo revolucionario. Era demasiado cartón para Ceballos. Nunca comulgó con el militarismo, por ello nunca lucró sus capacidades críticas.
La pujante modernidad significaba para él un mal du siècle, un spleen, un ennui. El Gran Aburrimiento. Las necesidades colmadas, la hipocresía victoriosa. La juventud criticando el entorno, a disgusto con él como viejos prematuros. Pero la modernidad terminó por sobreponerse. La modernidad despreció a sus pioneros. La amnesia embebida de futuro. La ausencia de claridad. Panorama mexicano está ahí para recordarnos que cuando el optimismo se grita, no es otra cosa que un alarido de pavor. Las luces ahuyentan los terrores, pero los errores, como las cucarachas, siguen ahí.

El idealismo luminoso

También en librerías se encuentra la biografía de Schiller elaborada por Rüdiger Safranski. Una época anterior obsesionada con el fulgor. Otro joven crítico situado en las Luces alemanas. La oscuridad de los decadentes era reacción a una modernidad que contenía frívolos ofrecimientos. El idealismo de Schiller, cien años antes, asestaba golpes en el mismo sentido.
         Pero mientras Ceballos o Rebolledo buscaban el exceso como consecuencia descomunal de su mundo, como gritando: “véanos aquí, somos el torpe producto de su progresismo, y somos consecuentes”, Schiller declaraba en verso: “¡Mira! Allí a los dioses y todas las diosas en llanto / porque lo bello pasa, porque lo perfecto muere.”
         Las propuestas idealistas de Schiller, una vez que la Ilustración ha sucumbido, que el modernismo ha agonizado, pueden parecer risibles. Determinar que “ante lo inminente no hay otra libertad que el amor” son palabras sin repercusión en un mundo ofuscado por la ironía. Desarrollar una filosofía del amor suena hoy fuera de lugar. Pero el idealismo de Schiller era provocado por un sentimiento bien conocido en nuestra época: el nihilismo. Como indica Safranski: “Las raíces del entusiasmo de Schiller arrancan del hastío de la vida.” El perfeccionamiento del nihilismo y de la desesperanza fue tarea de los decadentes. El raigón de ambos movimientos es una sociedad que progresa hacia la comodidad, ignorando justicias y humanismo. O también puede deberse a una coincidencia más: la juventud perpetua. La negativa a lucrar con los paradigmas adolescentes que hicieron de Ciro B. Ceballos un anciano en la miseria y de Schiller el fundador de un idealismo que tiempo después destrozaría el positivismo. Ese positivismo que adoptó Porfirio Díaz de Europa, de Comte. El positivismo que trajo las luces a la ciudad de México en 1881, y a la Condesa en 1927.
         Regreso por la Avenida Tamaulipas. Las luces de los bares ya no me sorprenden tanto. Siento cierta desconfianza mientras me acuerdo de lo declarado por Vlady en su exposición, tal vez pensando en Rebolledo, en Couto, en Schiller, en Castellanos: “No puedo evitar sentir el paso de la historia como una especie de inconsciente.”

(Publicado originalmente en la revista Nexos )

martes, 30 de agosto de 2011

Simpatía por el diablo: tres viajes hacia la literatura satánica.



 

 

 

 

Satán se muda de casa
En el siglo XIX el diablo dejó de ser pertenencia exclusiva. Sus características y efectos se convirtieron en feudo público. Los vicios que provocaba el Maligno dejaron de ser dictaminados sólo por la iglesia. Se tornó en una propiedad más generalizada. Con la secularización, la literatura se volvió un refugio conveniente para el demonio. Pero su estancia en esa expresión cultural lo transformó. La imagen del diablo se despojó de sus vestimentas morales y adquirió novedosas ropas críticas. El diablo se emparentó con la invectiva. Señaló los errores de las incipientes sociedades modernas. Sus acólitos, sus profetas fueron los literatos. La dupla colaboró para engendrar no a un anticristo, sino la imagen del intelectual moderno, aquél que, en buena medida, pobló el siglo XX.
            Max Milner señala cuatro moradas literarias para el demonio en el siglo XIX:
El simple motivo, a menudo asociado con la moda; el emblema que encarna una tendencia, una idea o un vicio; el mito, ‘aventura colectiva del pensamiento, que obedece a un dinamismo propio y se rige por su propia ley’, característico de la condición humana; y por último el símbolo, marcado por una intervención aún más personal del autor...[1]

Sin embargo, cada uno de esos grados dedicados al demonio, a finales del XIX convergieron en una coincidencia: la crítica. La moda, las ideas y los vicios demoníacos vieron sus expresiones pragmáticas en el refinado fatalismo dandista, en el gusto por paradojas oscuras que otorgaban a las vírgenes una peste a azufre, y ensamblaban a ángeles con demonios en una ideología que mezclaba el prístino neoclasicismo de la prosa con el oscuro y a veces violento cuestionamiento del fondo literario en cada uno de los textos diabólicos.
            Para finales de aquél siglo, la imagen del demonio tenía tantas casas como escritores oscuros había. Un apetito en la ficción por las misas negras, el crimen, los asesinos y los manicomios utilizaba al diablo como imagen recurrente. No ahora para aleccionar, sino para evidenciar sociedades que se descosían del humanismo. El diablo se iba adecuando al Renacimiento, ahora aparecía en las profecías individualistas que ponían en tela de juicio el entorno como lo señala Robert Muchembled. El demonio se “interioriza”, pero a la vez se renueva y se diversifica. El vacío, los problemas sociales, las deformaciones violentas aparecen como distintas traducciones del mismo ser maligno.
            No era un perfeccionamiento inédito. Cien años antes, en los ochenta del XVIII, el idealismo en Alemania había obtenido proporciones a la vez críticas e individualistas. El romanticismo mezclado con la exaltación de la razón prolongados hasta finales del siglo XIX. Friederich Schiller dotaba al amor y a la fuerza de voluntad de bondades casi médicas, y a partir de ambas estableció una corriente filosófica racional. El sentimentalismo no estaba peleado con la cognición.[2] La libertad ejercida con fuerza de voluntad, batida por el amor, otorgaba una libertad necesaria para la creación y el ejercicio de la crítica. Pero el sentido de libertad fue un concepto bastante cuestionado. Qué era exactamente la libertad. La escuela empirista, tutelada bajo el cobijo de las ideas de Hobbes y Locke, aquella de la que Schiller se agenció varias disposiciones para su propia teoría, rumió una idea interesante: “solamente somos libres allí donde erramos”. A finales del XVIII, la discusión no se agotó. Pero en el siglo XIX la frase cobró contundencia. Las cadenas de errores humanos construían civilizaciones contradictorias. El progreso no podía eximirse del error. Entonces, nutridos segmentos de escritores que vivieron su juventud en las dos últimas décadas del XIX, crearon una literatura que exaltaba el error humano y lo barnizaba con tintes diabólicos. Era la mayor expresión de la libertad. La aparición del demonio en esa literatura era sinónimo de libertad de expresión, de diatriba. La naturaleza humana cuestionada.
            Mientras muchos teólogos consideraban que con la razón, la ciencia y la tecnología se aniquilaba a “ángeles y demonios”[3], numerosos literatos se dedicaron a la transmutación del demonio. Lo plasmaron de una manera emancipada en sus textos y le prolongaron la vida en las sociedades modernas. Las imágenes diabólicas, nos dice Muchembled, se integraron cada vez más a los mensajes de libertad y de placer. El resultado: el debilitamiento del demonio como ente metafísico y de la iglesia como institución protectora. Ahora el mal estaba en todos lados donde el placer fuera guía y la libertad fuera considerada un valor.
            Sin embargo, mientras las sociedades hedonistas y sarcásticas del siglo XX hacían de Satán un objeto de burla, los escritores decadentes y oscuros lo emplearon para criticar justamente a las sociedades hedonistas y sarcásticas.
            Los personajes del mal como el demonio, los vampiros y las brujas se encontraban presentes en las creaciones culturales desde tiempo atrás. Sin embargo, la exégesis de su presencia ha cambiado junto con las colectividades procreadoras. Carlo Ginzburg habla de los personajes del mal recurrentes en los siglos XV y XVI. La cultura otomana en la Europa Central y los árabes en la occidental cobijaban todo tipo de entes malignos. Los leprosos envenenaban aguas de las fuentes, vertían bebedizos hipnóticos con los que trataban de convertir a los cristianos a un satanismo que irremediablemente era orquestado por un turco. Las temibles brujas, que explotaban su sexualidad en aquelarres, eran toscas interpretaciones de imágenes griegas o romanas de mujeres dedicadas a la fertilidad. En ambos casos el diablo fomentaba los sucesos sombríos. De esas elucidaciones, se obtuvieron también las hadas benignas, pero aún bizarras. La iglesia las relegó a una oscuridad perniciosa por su lejanía cultural y su antagonismo con los parámetros cristianos.
            Un poco más adelante, en la era del racionalismo y las luces, las figuras cotidianas como leprosos mágicos o brujas que escapaban por las noches fueron mitigadas, al menos en aquellos países donde la Ilustración se volvía práctica. Bastaba aplicar criterios razonados para desarmar los maléficos sortilegios. La lepra era sólo una terrible enfermedad contagiosa, la histeria y las enfermedades mentales comenzaron a considerarse como padecimientos fisiológicos más que esotéricos. El Mal entonces cobró formas más abstractas, menos tangibles. El diablo no se aparecía, no se personificaba, pero existía en el firmamento.
            El teatro de la Revolución Francesa
...también gustaba de las piezas con diablos. La veta se remonta quizá a la familiaridad con Belcebú, característica de la cultura popular, y a los numerosos cuentos y leyendas que hasta el siglo XX lo describían como un imbécil fácilmente burlado por los hombres.[4]

Los vampiros de la misma época no son tan dóciles. La figura remitía a un personaje bastante menos conocido que el diablo. Procedentes de terrenos poco sonados, cercanos a la barbarie, habitados por violentos gitanos, los nuevos leprosos de la época. La figura diabólica formaba desde hacía tiempo parte del imaginario. La gente estaba acostumbrada a él. La mofa era parte de una aprehensión cultural que ahora se mostraba sardónica. Los vampiros eran inéditos. Un fenómeno lozano que compartía características con sitios ignotos, y como puntualiza Elías Canetti, nada es más atemorizador que lo desconocido. El día de hoy, los vampiros forman parte de nuestra cultura general. Ya han sido víctimas de la burla gracias a su naturalidad. También nos hemos acostumbrado a ellos, pero hasta hace 200 años se erguían como figuras enigmáticas.
            Sin embargo, en el siglo XIX, tanto el diablo como los vampiros volvieron a ser temidos. Desde la óptica de los escritores decadentes y oscuros, el mundo moderno era la mayor prueba de la victoria de la barbarie. No era necesario ir a Rumania o Polonia para sentir al demonio o a sus discípulos. Ellos habían llegado a las tierras “civilizadas”.

Bram Stoker: el romanticismo combatiente
Si mezclamos ciertas cantidades de romanticismo con otras diabólicas, el resultado más probable será William Blake. En sus pinturas Satanás aparece estilizado, exquisito, refinado. Con los potentes trazos en pastel de Blake, recordamos que el diablo cayó en desgracia, pero que antes también fue un ángel. En Satan Exulting over Eve (1795), aparece el Maligno con escudo y lanza volando sobre el cuerpo de una Eva subyugada por la serpiente. Pero Satán no se muestra victorioso, se encuentra circunspecto. No está convencido de su triunfo. El mal extendiéndose era su designio, pero no hay peor maldición que las plegarias atendidas. Satán dudando del mal. El mal en la naturaleza de los hombres, creando civilizaciones. El mal convirtiéndose en efectiva pesadilla. La paradoja literaria germinó. Para este proceso fue necesaria una desacralización no del satanismo, sino de los códigos cristianos. La vida en los versos de Blake confunde el cielo y el infierno con todo propósito: la vida terrena se vuelve una mèlange de ambos sitios. El fatalismo se desprende del mundo antiguo pero no lo olvida: lo reinterpreta. En Las bodas del cielo y el infierno, Blake regresa al error como forma de libertad. No es extraordinario: Blake y Schiller nacen con dos años de diferencia (1757 y 1759 respectivamente), y cuando el primero muere, Schiller llega a su entierro definitivo en Weimar. Pero mientras el alemán se ofrece al amor, el inglés la emprende con el caos. Un fragmento de Las bodas:
Sin contrarios no hay progresión. Atracción y repulsión; Razón y Energía; Amor y Odio, son necesarios para la existencia humana.
  De estos contrarios sale lo que el religioso llama el Bien y el Mal. El Bien es un ente pasivo que obedece a la razón. El Mal en el brote activo de la energía.[5]

Un oscuro romanticismo observando la incipiente modernidad. Pero el romanticismo en el siglo XIX también se hizo de otras figuras. La oscuridad, la nostalgia y el amor coinciden en Vlad Ţepeş, en el entusiasta de la muerte por empalamiento, un niño que fue vendido a los turcos y con quienes aprendió el refinamiento de torturas inimaginables, un guerrero de la reconquista cristiana que al final aborreció a Dios, el hijo de Dracul: Drácula.
            La efigie original de los vampiros nos lanza a las culturas eslavas y a los grupos étnicos del bajo Danubio. Se la imaginaba como un “cuerpo astral” que abandonaba el sepulcro en las noches para alimentarse de la sangre de los hombres mientras dormían. Aniquilar a un vampiro no era tarea sencilla: se debía quemarlo, cortarle la cabeza, arrancarle el corazón o, curiosamente, empalarlo, emulando la tortura preferida del vampiro más famoso en la historia. Las leyendas de vampiros aparecen en los siglos XVII y XVIII junto con la proliferación de las epidemias en el centro y este de Europa.[6] Una mancuerna cercana a la sobrevenida con los leprosos. Enfermedades generalizadas, búsqueda de culpables, inexactitud en la incipiente ciencia, chivos expiatorios. A la par, el descubrimiento de manías sexuales dio rienda suelta al imaginario macabro. La necrofagia, el necrosadismo y la necrofilia eran, según aquellas elucidaciones, actos de seres malignos que de alguna forma tenían conexión con el demonio. La inocencia y carencia de indagación en las mentes humanas (propiciadas por una penumbra religiosa) no soportaba reconocer que el ser humano era capaz de esas atrocidades. Era más fácil adjudicar dichos actos al mal absoluto. Eso daba cierta seguridad: bastaba con asistir a la iglesia para sortear los malos eventos. El mal no estaba entre nosotros, tenía un origen fijo, inamovible.
Pero la despedida del siglo XIX detonó fábulas. Exactamente en el año de 1886 ya no quedó espacio para transferir las manías perniciosas a los vampiros o a los satánicos. Ese año, Richard Von Krafft-Ebing (1849-1902) publicó un extenso y perturbador estudio: Psychopathia Sexualis. Aquél volumen se convirtió en la primera mirada desgarradora de la sexualidad, sus variantes y desproporciones. La monografía influenció en la sicología del sexo, incluso más que las teorías de Freud. Mostraba un repertorio de perversiones que además contenían imágenes ilustrativas. Parafilias sádicas y masoquistas, estudios del homosexualismo, la gerontofilia, la paidofilia, el fetichismo. Todas provocadas por el ser humano. La retorcida naturaleza siendo expugnada, analizada científicamente. La sexualidad desprovista de sentimientos “puros” y examinada desde el punto de vista meramente clínico. La responsabilidad ahora recaía sólo en los hombres. La culpa ya no la tenían los entes malignos.         
El puntilloso análisis iba de acuerdo con el contexto. La razón y la tecnología eran el nuevo amuleto contra lo desconocido. Los corifeos positivistas demandarían pruebas y metodologías contra lo intangible, pruebas químicas para la metafísica, lógica matemática para la comprobación del mal. Aunque la tarea involucrara aceptar la parte oscura del hombre. Aún así, varios pasajes de aquél libro fueron prohibidos, pero bastarían muy poco años para que la ciencia se ubicara en el centro mismo del horror sin censura. La ciencia otorgándonos los sobresaltos y elevando un espejo en el que aparecía un ser humano más terrible que cualquier mito. Entonces, los mitos se rebelaron. A esas alturas, pensar en seres malignos como Drácula se volvía un aliento enclavado en la ficción que resultaba incluso refrescante.
Con las historias de Drácula, también se señalaban las virtudes del ser humano. Bram Stoker se encargó de ello. Los hombres de ciencia como el Dr. Van Helsing eran, a diferencia de los científicos positivistas, más humanos, o al menos más románticos. El amor también reaparecía en los personajes del norteamericano Quincey Morris, el director de un manicomio John Seward y Arthur Holmwood luchando por el honor mancillado de una doncella agraviada por Drácula. Y por supuesto en Jonathan Harker, eterno protector de su amada Mina. El amor, como Schiller lo soñaba, regresó en la ficción y quitó el tono de burda materia a esa humanidad expuesta en el mundo de la Psychopathia Sexualis.
Así como la terrible ciencia estaba presente en aquel compendio de verdades. Las mentiras románticas se volvieron otra propuesta que también interpretaba al mundo. No resulta sorpresivo que el libro de Abraham Bram Stoker fuera aclamado por toda Europa desde el año que salió: 1897. A su autor, de origen irlandés, le había llevado siete años escribirlo, pero el esfuerzo valió la pena: con Drácula lograba la comunión entre romanticismo y modernidad.
            Al elaborar a su personaje maligno, Stoker realiza un encantador trabajo de abstracción: ignora lo que la ciencia le refiere, y retoma las leyendas de los siglos anteriores. El romanticismo de Marie Shelley la había lanzado en 1818 a diseñar un personaje creado a partir de la ciencia ignorante del humanismo. El resultado fue una aberración casi humana y execrable. El doctor Frankestein dando luz a un monstruo. Con la ciencia creando un humano imperfecto, Shelley concretaba una crítica dirigida justamente a la ciencia. Stoker utiliza el mismo romanticismo 79 años después para sugerir un futuro alterno, más sensible, menos expugnador. Un sitio donde la ciencia no sea tan cruel.
El proceso no es simple. Primero es necesario revalorizar las leyendas y mitos, viéndolas desde una perspectiva comprensiva. Entonces Drácula aparece como portavoz de un pasado que, a ojos de aquella ciencia decimonónica, resultaba repulsivo, risible, salvaje, pero que incluía buenas dosis de comprensión histórica:

Nosotros, los szeklers, tenemos derecho a sentirnos orgullosos, ya que por nuestras venas circula la sangre de muchos pueblos valientes y bravos que se batieron como leones para conseguir la supremacía. En este país donde se hallaban conjuntamente diferentes razas europeas, los guerreros venidos de Islandia aportaron el espíritu belicoso insuflado en ellos por Thor y Odín, y desplegaron tal furia sobre los territorios de Europa, y también de Asia y África, que los pueblos nativos creyeron que eran invadidos por lobos. Al llegar aquí, esos temibles guerreros encontraron a los hunos, que por doquier habían llevado el acero y las llamas; de modo que sus víctimas afirmaban que, por las venas de sus verdugos, corría la sangre de las viejas hechiceras que, expulsadas de Escitia, se aparearon con el diablo en el desierto. ¡Imbéciles! ¿Qué demonio, qué bruja hubiese podido ser jamás tan poderoso como Atila, cuya sangre corre por nuestras venas?[7]

La historia sobreponiéndose a la lóbrega bruma del miedo. Una opción alterna para entender ese pasado sin caer en el oscurantismo cristiano, pero tampoco en el desdén científico. Una visión elaborada desde la literatura que coincide y sería ampliada por la visión histórica de Carlo Ginzburg, elaborada 92 años después. La ficción haciendo el trabajo de la historia, cuando esta aún no se interesaba por temas “insubstanciales”, cuando todavía perseguía las huellas de la ciencia “dura”. Ginzburg coincide con la derivación de los mitos en leyendas populares, incluso con los mismos protagonistas y culturas:
Del siglo XI en adelante, una serie de textos literarios en latín y en lengua vulgar, procedentes de gran parte del continente europeo –Francia, España, Italia, Alemania, Inglaterra, Alemania, Escandinavia--, hablan de las apariciones del ‘ejército furioso’ (Wütischen Heer, Mesnie furieuse, Mesnie Hellequin, exercitus antiquus) [...]. En ello se reconoce a la compañía de los difuntos, y quizás, más exactamente, a la compañía de los muertos antes de tiempo: soldados muertos en batalla, niños sin bautizar. En su guiamiento se alternan personajes míticos (Herlechinus, Wotan, Odín, Arturo, etc.[8]

Drácula, el delegado del pasado remoto, afina su perspicacia y comprensión. Se vuelve analista de su herencia y la desmitifica, la desprovee de su carga folclórica. Casi entiende que su maldición y soberbia se debe al pasado mítico con Odín dirigiendo al “ejército salvaje”. Pero la misma comprensión empapa al Dr. Van Helsing, cazador del hijo de Dracul y estafeta de la flamante ciencia. Van Helsing es un hombre que se encomienda al cristianismo a cada sobresalto. Su grito de guerra es cercano a esto: “Gracias a Dios por esa misericordia, aunque la comprobación ha sido aterradora.”[9] No es un comportamiento extravagante para un científico. La ficción de Stoker tenía raigones en conductas reales. Alessandro Volta, creador de la pila eléctrica se declaraba ferviente cristiano, Hans Christian Oersted, quien descubrió el magnetismo eléctrico, confesaba su fe luterana.[10] Sin embargo, ambos eran científicos de principios de siglo XIX. Un lapso que aún no se veía sumergido en el embate positivista. Tiempo después fue ineludible cobijarse en la ficción para admirar a científicos humanistas, abiertos a los fenómenos menos doctos. La conformación del científico moderno tiene su origen en edictos positivistas, lo que logró una obsesión por la seriedad metodológica y a la par, un desdén por lo que no fuera científicamente comprobable. Esto último era un ingrediente que terminó relegado en novelas como la escrita por Bram Stoker.
            Así Abraham Van Helsing no repudia ni el hipnotismo ni el espiritismo. Toma con seriedad a los hombres lobo, a las huestes al servicio de los vampiros, a los no-muertos. Los dota de una explicación científica. El romanticismo, la religión y la ciencia confluyen en las exclamaciones del personaje:
Pero también nosotros somos fuertes y estamos todos resueltos a exterminarle [a Drácula]. ¡Arriba el corazón Jonathan y Mina! La lucha sólo ha empezado y la victoria será nuestra. Dios siempre vela por sus criaturas. Esperen valerosamente nuestro regreso.[11]

Las características del personaje buscan la empatía con el lector, pero esta se logra a partir de la elaboración de un mundo donde la ciencia no expone y diseca todo. Los sentimientos no son embalsamados. El romanticismo es encantador y el humanismo se sobrepone. El personaje diabólico de Drácula hace comunión con la ciencia en la ficción y nos da una referencia del futuro ideal según Stoker. El romanticismo vuelto ciencia nos lleva de nuevo a Schiller quien elaboró la propuesta en el terreno de la filosofía y no de la ficción, cuando el positivismo aún no era el norte rector. Los personajes oscuros vistos desde el mismo tono romántico nos regresan a William Blake y sus imágenes en pastel. Todo concurriendo en un solo punto: la negativa en la aceptación del soberbio futuro científico.

Los verdaderos seres oscuros
El romanticismo de Bram Stoker logró un personaje diabólico que, sin embargo, no era amenazante. La censura lo aceptó como sabiendo que la diatriba perpetrada sólo sería asequible para unos cuantos. El resto leería su obra como un divertimento henchido de ensoñaciones misteriosas.
El siglo XX se encargó de recrear la imagen del vampiro tantas veces que terminó perdiendo todo nimbo sombrío. Ya en 1915, menos de veinte años después del nacimiento del libro de Stoker, Louis Feuillade sacó en Francia un serial para Gamount de diez episodios con un tema y título único: Los vampiros. En 1922, al no poder negociar los derechos de autor de la novela con los herederos de Bram Stoker, F.W. Murnau lleva al cine Nosferatu (Nosferatu, eine symphonie des grauens), creando así un nuevo mito alterno al ya conocido. El cine se encargó varias veces de otorgarnos hermanos de Dráculas que no correspondían ni al origen mítico, ni al escenario recóndito. Ni ciencia, ni metafísica. Drácula acompañó a Satanás en su asepsia.
            Pero en el mismo tiempo del Drácula romántico, otras críticas se cocían en terrenos menos deslumbrantes. El golpe no podía provenir del sitio más inaudito. De un funcionario en el Ministerio del interior de Francia, que nunca faltó a su trabajo durante 30 años, hasta su jubilación. Una estructura de vida así, puede arruinar toda sensiblería, pero no la perversidad. Y malicia es lo que existe en los libros de Joris-Karl Huysmans.
            Al igual que Bram Stoker, Huysmans escudriñó en la Edad Media para traer un personaje siniestro, empatado con el demonio. Sin embargo, el autor francés no se guarece en el romanticismo, se infecta de modernidad. Se embute de un cosmos cotidiano donde existen esa oleada de horribles patanes que sienten la necesidad de reír fuerte y de hablar dando voces en los restaurantes y en los cafés, que empujan a uno en la acera de la calle sin pedir perdón…” [12]

La historia de Allá lejos, publicada en 1891, es la del escritor Durtal, quien se encuentra poco radiante con la actualidad de finales del siglo XIX. Su amigo Des Hermies insiste en señalarle que no ha aprovechado las triquiñuelas del modernismo como el adulterio, el amor, o la ambición, para convertirlos en tema de escritura. De manera casi abrupta, Durtal contesta que lo que le reprocha al naturalismo es “haber encarnado el materialismo en la literatura, por haber glorificado la democracia del arte.”[13]
            Es necesaria una pausa. Volver sinónimos a la modernidad decimonónica y al naturalismo no es gratuito. El realismo y después el naturalismo, entre otras cosas intentaban acercar la literatura a la ciencia. Lograr descripciones clínicas y objetivas, regodeándose en el detalle. El final de la novela Naná de Emile Zola es uno de los mejores ejemplos. El cuerpo de la prostituta va pudriéndose y su autor no nos ahorra los detalles. La mano deteniendo firme la pluma para abrir la dermis en una contusión como un escalpelo. Las bases teóricas de la corriente literaria no lo negaban. Los naturalistas ansiaban el análisis racionalista y el cientificismo determinista de la época. “Zola intentaba aplicar a la novela “experimental” naturalista las teorías del método de experimentación que el biólogo Claude Bernard había expuesto en su libro Introducción a la medicina experimental (1865).”[14]
            La Psychopathia Sexualis anegando la literatura. Y todo esto lo sabía bien Huysmans: su primer libro fue escrito bajo la mirada de Émile Zola y sus estrictos límites naturalistas. Marta: historia de una joven se editó en septiembre de 1876, sin embargo tuvo que esperar un mes para salir a librerías. La censura la consideró una novela pornográfica.[15] La historia es la de una actriz que deviene en prostituta. Fábula cercana justamente a la Naná del maestro de Huysmans.
Pero en el naturalismo no cabía la metafísica, ni los personajes infaustos. Tampoco fabricaba una crítica a contracorriente, más bien iba de acuerdo a la tendencia imperante. Como una moda. Sin embargo, el naturalismo le fue muy útil a Huysmans. La descarnada visión le afinó los sentidos. La precisión clínica le permitió abordar temas sórdidos sin que le temblara la mano. El ser diabólico que investiga Durtal florece con todas sus perversiones. El mal cobra dimensiones científicas. Las atrocidades cometidas aparecen con exactitud taxidérmica. Sin embargo la novela jamás termina ahí. La grosera materia no es el fin último como tampoco lo es la ciencia.
            Huysmans, como si se tratara de un heredero lejano del romanticismo, era esencialmente idealista. En cada uno de sus libros existe la neurótica búsqueda por una solución. El entorno lo agobiaba. La modernidad no le dejaba salida. De pronto el infierno con sus demonios se había trasladado a París, al centro del universo.
Después de Marta, abandonó el naturalismo hastiado de su ramplonería, de la literatura emponzoñada de contemporaneidad. Zola nunca se lo perdonó. En 1884, aún asistiendo sin falta a su trabajo de burócrata, terminó A contrapelo, su novela más conocida. El simbolismo y el decadentismo fundan una comunión en esas páginas. Con muy poca acción, la historia transcurre en los nocivos parajes sicológicos de Des Esseintes, el personaje principal que jamás sale de su casa. Hastiado de su mundo, busca la salida en la exquisitez. Un capítulo lo dedica por completo al arte: explota la apreciación en busca de consuelo. No es suficiente. Ni siquiera las visiones gráficas inculpadas de simbolismo de Gustave Moreau, tampoco las pesadillas lóbregas de Goya. Otro capítulo explora con neurosis los olores. No son suficientes. Todo perfume culmina en hedor putrefacto. En otro más, busca refugio en la botánica: Des Esseintes adquiere las plantas más exóticas. Todas mueren. No son suficientes. La literatura también es requerida como bálsamo para el alma. Todo inútil. La modernidad y una crueldad humana henchida de pragmatismo aniquilan todo. Ese es el nuevo averno. Y este sí es real. París es un tártaro por cuyas calles avanzan entelequias sin alma dedicadas a los propósitos más egoístas. Dráculas que chuparían la sangre sin dudar con tal de elevar su reputación. El demonio ha triunfado, pero incluso él se arrepiente como en el cuadro de Blake.
            Ante el ataque de los naturalistas lanzado A contrapelo, Huysmans declaró que la novela seguía privilegiando las estructuras de su corriente, pero ahora las aplicaba a la sicología. No era verdad. La búsqueda moral de Des Esseintes era la búsqueda de Huysmans, y el naturalismo no podía darle las armas necesarias. Huysmans narra la reyerta con su maestro:
Zola no respondía a los argumentos con los que yo intentaba convencerle, y reiteraba continuamente esta afirmación: ‘No admito que se cambie de fórmula y de parecer; no admito que se queme lo que uno ha adorado’.
¡Pero qué! ¿Acaso no ha interpretado, él también, el papel de buen Sicambrio? En efecto, si no ha variado en su modo de composición y de escritura, al menos  ha cambiado en su forma de concebir la humanidad y de explicar la vida. Después del negro pesimismo de sus primeros libros, ¿no hemos visto, bajo el color del socialismo, el optimismo beatífico de los últimos?[16]

A contrapelo se compone de largos segmentos ensayísticos. No es la ficción de Stoker que divierte. Es una prosa cansada, desencantada que analiza la realidad para evitar la melancolía y llegar a algún tipo de éxtasis. La misma metodología positivista pero con propósito invertido. Sin embargo, en su indagación hacia el arrobamiento, Huysmans apenas llevaba la mitad del camino recorrido.
            En 1919 el editor español Vicente Blasco Ibáñez realizó, en Madrid, una empresa temeraria. Una colección a la que llamó “La novela literaria” con traducciones y autores españoles. En la introducción a su primer volumen, hay una nota. Blasco Ibáñez hace un enérgico hincapié en el “valor artístico” de los libros que desplegarán en la colección. La línea se rige por “los grandes novelistas contemporáneos”, la “novela moderna” será el norte. Luego especifica:
El valor artístico es el único mérito que tendremos presente al escoger las obras. Tradicionalistas y revolucionarios, idealistas y naturalistas, religiosos e incrédulos, moralistas y autores libres, todos irán apareciendo en LA NOVELA LITERARIA, igualados por el respeto y la admiración que merece el talento.

Era la salvaguardia del arte contra la censura de la España de principios de siglo XX. Algo extraño sucedía con esa novela moderna. El arte literario se estaba tomando ciertas libertades que a su paso dejaban un rastro de indignadas exclamaciones. La gente rehuía de ciertas propuestas, y en la lejanía farfullaba en voz baja. Los nuevos leprosos, patrocinados por el demonio, que utilizaban la literatura como utensilio de su depravada alquimia, se estaban formando. La novedosa nigromancia y sus postulantes eran tan peligrosos como aquellos seres de músculos podridos. Los motivos también eran afines: su enfermedad era contagiosa y ponían en tela de juicio la bondad y progreso de las civilizaciones. Estaban ahí para recordarnos los traspiés con su pernicioso romanticismo.
            Vicente Blasco Ibáñez lo sabía. Y por ello, como mecenas de un hervidero de especimenes nocivos advertía:
Algunas novelas célebres de intensa belleza pueden parecer de una lectura extremadamente libre para determinadas personas. Por esto en nuestros catálogos hay libros que llevan la indicación de una *. Esta marca * significa que son obras que no pueden dejarse en todas las manos.

Revisando el catálogo mencionado, resultan significativos los títulos de las obras marcadas con el asterisco preventivo. Los libros más infecciosos y los autores más pérfidos: El infierno de Henri Barbusse, Bajo la mirada de los dioses de Juan José Frappa, Un corazón virginal de R. Gourmont, Afrodita de Pierre Louis y, el libro que inaugura la colección, aquel en donde vienen tantas prevenciones: Allá lejos de J.K. Huysmans. He ahí la lista de los nuevos leprosos satánicos.[17]
            A pesar de tanta ciencia, el cielo y el infierno mantenían su convocatoria polémica en la literatura. Huysmans no sólo se alejó de la excepción, fue pionero de la querella. La edición española era de 1919, pero Huysmans había elaborado su provocación literaria 28 años antes. Y la elección del personaje a desarrollar fue fundamental. El Durtal de Allá lejos, supera al Des Esseintes de A contrapelo. Reflejando la propia indagación de Huysmans. Ya no era el naturalismo, tampoco ahora el decadentismo. El tedio y la abulia provocadas por la modernidad conmutan en un designio concreto: el satanismo como subterfugio. La garantía de la empresa la explica el escritor que ha creado un alter ego también escritor. Al agobiante ambiente, Huysmans-Durtal contrapone el entresijo. Para los naturalistas, nos dice, los misterios se explican con dos diátesis: la erección y el acceso de locura. Incluso define el perfil del naturalista: “un herniólogo de los sentimientos, un braguerista del alma, y nada más.” [18] Pero las propuestas metafísicas en boga no satisfacen a Huysmans-Durtal:
Era verdad que no poseían nada sobresaliente las letras del momento; nada, a no ser una necesidad de lo sobrenatural, que, a falta de idas más elevadas, caminaba a tropezones y como mejor podía por el espiritismo y el ocultismo.[19]

El tabú es perentorio para salvar el alma. La oscuridad debe ser solicitada. Y tinieblas era lo que había en la Edad Media. Durtal nos reseña el arte eclesiástico medieval: sangriento, sucio, con llagas, supuraciones y hediondeces. Y por todo ello mucho más autentico que el falso romanticismo de cartón del Renacimiento. La bondad y la maldad aparecen en aquél periodo revestidos de la repulsiva autenticidad. Para ilustrarnos, Huysmans utiliza un cuadro del pintor realista Grünewald, donde aparece el Cristo de los primeros siglos de la Iglesia. El Cristo vulgar y feo, porque asume toda la carga de los pecados y por humildad reviste las formas más abyectas. El Cristo asistido solamente por su Madre –a la que, como todos aquellos a quienes se tortura, debió de llamar con gritos de niño--, impotente e inútil en tal momento.[20]       Estamos ante el cuestionamiento de un nihilista (cuya máxima expresión encarna el personaje anterior Des Esseintes), que está harto de no creer en nada y vuelve los ojos atrás. ¿Existe tal cosa como un nihilista del nihilismo? Tal vez sea una doble negación cuyo producto es un creyente.
            Si el cristianismo de la Edad Media era inmundo, el satanismo de la misma época lo supera con creces. El mal cobra entonces proporciones extáticas. Así, Durtal localiza en el medioevo al mariscal Gilles de Rais. Su amigo Des Hermies cree saber el impulso de la elección y se la expresa:
En todos tus libros, has caído de brazos cruzados sobre este rabo de siglo; pero a la larga se cansa uno de golpear en un muelle que se encoge y se estira. Tenías forzosamente que tomar aliento y asentarte en otra época, esperando descubrir en ella un motivo que te agradara para un libro.[21]

Pero Durtal sigue privilegiando al enigma. Y en su carrera logra separar a la historia de sus pueriles tendencias cientificistas:
La historia constituía la más solemne de las mentiras, la más infantil de las añagazas. Según él, no podía representarse a la antigua Clío sino con una cabeza de esfinge adornada de patillas de chuleta y tocada con una chichonera de pequeñuelo.

Pero la historia desprovista de dogmatismo se vuelve un sitio recóndito y atractivo. Entre las brumas se esconde una posibilidad, un anhelo. Ese tabú tan necesitado.[22]
            Gilles de Rais es entonces el personaje perfecto para la búsqueda del mal manumisor. Es un hombre que realiza una purificación a la inversa. Convencido del bien, la vida lo lleva al trastorno siniestro. Un santo fosco, un mártir contrapuesto. Desde pequeño la vida lo plagó de vicisitudes. Nacido en 1404 en Bretaña, quedó huérfano a los once años. La madre, negando la responsabilidad, lo abandona a él y a Renato de Rais, su hermano. A sus 16 años el abuelo lo casa con Catalina de Thouars. La colocación aristocrática lo insertó en el ejército. Su desempeño fue soberbio, a tal grado que después de repeler ataques ingleses en Anjou y en Maine, se volvió el protector de Juana de Arco y Mariscal de Francia. Sólo tenía 25 años.
            Mientras la heroína y mártir sufre un proceso que eleva su espíritu hasta los corolarios más santos, Rais recorre el camino contrario. Tras la guerra, desaparece una temporada y reaparece en su castillo un año después. El hartazgo y la vulgaridad lo empalagan. Al igual que el Des Esseintes de A contrapelo y el Huysmans de ese preciso momento, busca una salida en el refinamiento. Como si los espíritus perspicaces y fustigadores se conectaran ignorando el paso del tiempo. Pero el refinamiento auténtico no es complaciente, es devastador:
Mientras sus pares son unos simples brutos, él desea refinamientos de arte inconcebibles, sueña con una literatura tenebrosa y lejana, hasta compone un tratado sobre el arte de evocar a los demonios, adora la música de iglesia y no quiere rodearse sino de objetos inhallables, de cosas raras.[23]
           
Pero el satanismo de Rais no es superfluo. Se vuelve práctico. La Edad Media prodiga sin reparo ejemplos de crueldad refinada. Huysmans las transporta en una cápsula a su presente. Para que conserven todo el peso del arrebato bestial. Sin ciencia de por medio, el satanismo logra prevalecer en un presente incrédulo. Así, Durtal relata la historia de otro sanguinario formidable. Un hombre que administra un veneno lento a su mujer y la pone a horcajadas sobre su caballo para llevarla a todo galope, durante cinco leguas hasta que, en medio del sufrimiento refinado, la mujer muere.
            La crueldad emparentada con el satanismo también fascina a Durtal (y sin duda a Huysmans). Es el estado último de salvación. Largas fracciones de Allá lejos analizan el curso del satanismo entre los siglos XV al XIX. De los distintos episodios destaca uno efectuado por el abate Guibourg en el siglo XVII, protagonista muy solicitado por las mujeres que años después recurrirían a las cartománticas:
El ritual de estas ceremonias era atroz. Generalmente se había raptado a un niño, al cual quemaban dentro de un horno, en el campo. Luego se revolvía este polvo humano con la sangre de otro niño al que degollaban, formando con todo una pasta semejante a la pasta excrementicia de los maniqueístas de que te he hablado. Esa era la materia del Sacramento.[24]

Los maniqueístas descritos creían en la existencia de dos dioses, uno misericordioso y otro cruel. Por lo mismo, combinaban en su liturgia ostias (el bien) empapadas en semen (el mal). Otro abate del siglo XVIII, de nombre Beccarelli, solía realizar los sagrados oficios al revés. La liturgia no era la única distorsionada. En las misas de fuerte sugerencia sexual, otorgaba pastillas que tenían la particularidad de que “los hombres se creían convertidos en mujeres y las mujeres en hombres.” El abate no tuvo el mejor de los finales: fue condenado a remar durante siete años en las galeras. Y el mismo siglo XIX, el siglo de la ciencia, de Durtal y Huysmans, tuvo también sus episodios históricos satánicos. El periódico religioso Los anales de la santidad refirieron en 1855 la presencia de un grupo de mujeres que comulgaban varias veces al día. “conservaban en su boca las celestes Especies, y las escupían para lacerarlas luego o mancillarlas con repugnantes contactos.” El arzobispo de París fue incapaz de impugnar tales escenarios.
Sin embargo, todo lo anterior no es nada cotejado a los actos de Gilles de Rais. Las niñas, pero sobre todo los niños de la comarca donde está el castillo del Mariscal comienzan a desaparecer. Las evaporaciones suceden cerca de cementerios y recuerdan a los raptos, también de niños, narrados por Bram Stoker. Lucy, la primera víctima en el libro de Drácula, perpetraba los secuestros para nutrirse parcialmente con la sangre infantil. Pero su arrojo era mediocre. Nunca se proyectó completamente al trastorno. Trataba de mantener a sus menudas víctimas con vida, sólo drenándoles la sangre suficiente para que ambos sobrevivieran. Gilles de Rais no. El joven de 26 años los “desfloraba” y luego los degollaba. La maldad puntualizada sin temor por Huysmans incluye violación de fetos y niños a los que va descuartizando. A unos les abre el estómago para embarrarse de materia fecal mientras la víctima aún vive. Con otros aplica tortura psicológica: pide a sus asistentes, magos satanistas, que entren a cada tanto a golpear a su siguiente víctima, recluida en un cuarto. Luego entra él mismo y ofrece consuelo. La actividad se desarrolla por algunos días. Finalmente, Gilles de Rais entra a la ergástula del niño, le ofrece compasión. Lo abraza, lo sienta en sus piernas y cuando los ojos del mártir fraguan la mayor gratitud, el Mariscal abre un hoyo en el tubo digestivo con un escalpelo y lo viola por el espurio orificio. El placer máximo, nos refiere Huysmans, es admirar el cambio en los ojos del niño. La confusión por las reglas quebrantadas. La noción de que nadie lo salvará. El enfrentamiento con el mal absoluto. La violación que no ocurre por un hueco natural, sino por la herida que le causará la muerte constituye la perversión sobre la perversión. La máxima expresión del sadismo.
            El episodio de Gilles de Rais, a diferencia de Drácula, es real. Se habla de más de 800 víctimas. Se cree que incluso los hechiceros satánicos no aguantaron las actividades demoníacas y se escabulleron. Fue Juan de Malestroit, obispo de Nantes, quien relacionó la desaparición de infantes y la búsqueda de Rais de expertos satánicos. Los juicios contra el Mariscal iniciaron en septiembre de 1440. Fueron difusos. El acusado pasó de la negación a la furia, de la justificación al terror, y de ahí al reconcomio más penetrante.
            Gilles de Rais confiesa sus crímenes. Pide perdón mostrando auténtico arrepentimiento. Se dirige a los canónigos y a los padres de las víctimas. “Entonces, con todo su blanco esplendor, irradió en aquella sala el alma de la Edad Media”. En la escena final de este teatro oscuro escrito por Durtal e imaginado por Huysmans,  Juan de Malestroit deja su asiento. Levanta al acusado, quien golpeaba con su frente desesperada las baldosas. El juez desaparece y sólo queda el obispo de Nantes. Éste abraza al denigrado Gilles quien llora sus faltas.
Hubo en la audiencia un estremecimiento cuando Juan de Malestroit dijo a Gilles que estaba en pie y apoyaba la cabeza en su pecho: “reza para que se aplaque la justa y espantable cólera del Altísimo; llora para que tus lágrimas purifiquen los muladares locos de tu ser.” Y la sala entera se arrodilló y rezó por el asesino.[25]

La sapiencia del Psychopathia Sexualis hubiera explicado con resolución las filias sexuales de Gilles de Rais. Hubiera defragmentado la historia hasta reducirla a una cadena de perversiones científicamente comprobables. No sería morbo, sería sabiduría. La censura no se hubiera sobresaltado tanto. La historia erudita hubiera confeccionado una narración plagada de fechas y derivaciones socioeconómicas. Pero Huysmans había previsto todo lo anterior. Suponía que la ciencia trataría de operar su ficción logrando explicaciones que restaran deleite. Hacia la mitad de su obra hace declarar a uno de sus personajes sobre las monomanías de Gilles de Rais:
Las lesiones del encéfalo, la adherencia al cerebro de la pía-madre, no significan absolutamente nada en esas cuestiones. Verdaderamente es demasiado fácil declarar que una perturbación de los lóbulos cerebrales produce asesinos y sacrílegos. La lesión es el derivado y no la causa de un estado del alma.[26]

Huysmans se introduce en medio de una polémica que cobraría notabilidad un siglo después entre la neurociencia y la sicología. ¿Qué fue primero? ¿El sentimiento que modifica la fisiología o la biología que condiciona los sentimientos? Es curioso el paréntesis que Huysmans elabora a finales del XIX. Cien años antes el romántico Schiller propuso la indivisibilidad de los sentimientos y el cuerpo. Cien años después el neurocientífico Antonio R. Damasio coincidiría con el filósofo alemán.[27] Sin embargo, el ciclo de Huysmans resulta diferenciado. Es el ascenso del positivismo. Pero no se trata de un positivismo generalizado, sino un furor del mismo. Todo era explicado a partir de esos lineamientos. La realidad pragmática que explicaba el grueso de los acontecimientos. Y aquellos fenómenos que no podía aclarar eran relegados al terreno de la risible superchería. El misterio, la oscuridad y el satanismo eran entonces las mejores armas para rebelarse frente a un mundo soberbio. Excesivamente confiado en sí mismo.
            La conexión entre maldad y éxtasis aligeraban el tedio de la vida. Aunque fuera necesario renunciar a la cotidianidad. Las atrocidades cometidas por Gilles de Rais habían sido reales. Huysmans las revive en su ficción para confrontar su realidad tan nauseabundamente decidida. Sin embargo, las bestialidades aparecen sólo para sacudir. Nadie sugiere que se efectúen emulaciones. Mientras escribía Allá lejos, Joris Karl seguía asistiendo si faltar a su trabajo como burócrata. Pero la escritura sí efectúa un cambio en su autor. No en Durtal, en Huysmans. Y es el mismo cambio que sufrió en el desenlace Gilles de Rais. Las filias sexuales de Rais expugnadas de su explicación científica sirven para que Durtal se vuelva satanista. Comienza a apreciar el sortilegio de lo sombrío como un bálsamo de la realidad patógena. Joris Karl Huysmans, a su vez, después de haber experimentado con el naturalismo, con el decadentismo y con el satanismo, después de escribir Allá lejos, se volvió, como Juana de Arco, el más ferviente católico.
            Théophile Gautier declaró públicamente, después de leer A contrapelo, la novela decadente donde Des Esseintes busca el consuelo y no lo encuentra, que a Huysmans sólo le quedaban dos opciones, suicidarse o convertirse al cristianismo. Tenía más razón de la que imaginaba. En 1899, con el tiempo a punto de cruzar a un nuevo siglo atestado de soberbia y entendimiento, Huysmans franqueó su etapa cristiana. “Se decidió a hacer profesión de oblato en la abadía de Ligugé, cerca de Potiers.” El oblato “es el laico que vive a las afueras del convento, asistiendo a todos los oficios de la comunidad”. Huysmans, el eterno burócrata de la mente febril, cambió a la religión y elaboró un par de novelas más en medio de su embelesamiento.
El naturalista procaz, el decadente exquisito, el satanista blasfemo y erótico, se convierte en vecino de monjes como una nueva forma de desdeñar el mundo.[28]

Y en efecto menospreció al mundo. Aún en sus presentaciones más sublimes, el mundo no era bueno para él. Durtal sufre un enamoramiento en Allá lejos. El flirteo se realiza bajo las juiciosas reglas románticas del XIX. La relación resulta a tiempos fastidiosa. Son necesarias varias cartas anónimas, varias suposiciones obligadas a la discreción. En el único momento carnal que Durtal tiene, la empresa resulta bufa. La pasión intenta socavar la etiqueta, pero el resultado es poco alentador. La mujer le dice al personaje en el lecho, a punto de consumar el acto: “Piense usted en el ridículo. Va a ser preciso desnudarse, ponerse en camisa, y además la necia escena de subir a la cama.”
            Durtal alterna su vida creativa con esta perecedera aventura real. Va de las extáticas atrocidades de Gilles de Rais al insulso amor cargado de culpabilidades de la mujer. Una tarde de trabajo, cuando acaba de escribir una brutal escena del medioevo, reflexiona:
Entusiasmado por esta visión imaginada por él, Durtal cerró su cuaderno de notas y estimó, encogiéndose de hombros, bien mezquinos los debates de su alma con motivo de una mujer cuyo pecado, como el suyo, no era en suma sino un pecado burgués, un pecado mediocre.

Pero Durtal era más alter ego de Huysmans de lo que éste hubiera querido. Las indagaciones de uno provienen de las inquietudes del otro. Por ello las novelas de Huysmans son ensayos. Nos deja ver de manera nítida lo que pensaba. Las ideas aniquilan a la acción. Huysmans también repudiaba la vida moderna, se alejó de ella. Él también tuvo muy poco contacto con las mujeres. Huirle al sexo opuesto formaba parte de su plan de repudio frente a un mundo malquisto. Las mujeres podían hacerlo fallar. Lograr que se encariñara con la vida. Entonces también se instaló la máscara de la misoginia.
            La única escritora con la que trabó amistad fue con Myriam Harry. Curiosamente la autora de Mujercitas. Ella le había mandado su novela sin decirle que era mujer. Sólo indicando que su nombre era un seudónimo. Huysmans también se persuadió de odiar a las mujeres escritoras. “La literatura es cosa de hombres” declaró en algún momento. Pero con Harry fue distinto:
La principiante tembló al subir las escaleras de la vieja casa. ¿Qué diría el terrible maestro al enterarse de que no era hombre?... Muy emocionada, se dejó caer en un sillón.
  --¿Me perdona usted que sea una mujer?—preguntó con inquietud.
  --Sí –contestó riendo Huysmans--, ya que la cosa no tiene remedio.

Las últimas tardes del desvencijado escritor la pasaron hablando de distintos temas.
Un anochecer, pocas semanas antes de morir el maestro, hablaron del amor; y esta vez fue ella sola la que habló, con todos los entusiasmos de la juventud y del idealismo femenil, escuchándola Huysmans en silencio.
Las primeras sombras empezaban a flotar en la habitación. Lucían en la penumbra los lomos de oro de las encuadernaciones y el esmalte de las porcelanas de Deflt. De pronto brillaron también en las mejillas de cera del moribundo dos gruesas lágrimas que descendían lentamente.
Ella se puso de pie, alarmada, mientras él iba doblando la frente sobre la mesa de trabajo, hasta ocultarla entre sus manos.
Resonó en el silencio crepuscular el largo sollozo de Huysmans.
Lloraba de amor, lloraba la mujer, lloraba todas las cosas que creía morir harto y que no había conocido nunca.[29]

No es que odiara a las mujeres. El éxtasis interno, la crítica llevada al extremo lo desviaron de la existencia. Desde antes de convertirse en oblato, sitio donde se justificaría e incluso admiraría su desdén hacia las mujeres, llevaba una vida de mártir. Antes ya era acérrimo crítico. Era un ejemplar satanista.

El éter oscuro de Jean Lorraine

El diablo había renunciado desde hacía tiempo su domicilio primigenio. Pero su morada, a pesar del abandono y del escrutinio científico, sobrevivió. La iglesia estaba ahí para refrendarnos lo que queríamos superar:
A comienzos del siglo XX la creencia en el infierno cristiano se ha hecho más o menos formal. La Iglesia fabrica en esta época uno de los más hermosos fósiles de la historia de las mentalidades: un instrumento perfectamente funcional donde todo está previsto hasta sus últimos detalles [...] es algo así como si un ingeniero acabara de inventar el barco más perfecto de la historia en el momento en que desaparecen los océanos.[30]

La iglesia, pues, se dedica a inducir el miedo. Pero en su empeño sólo divaga poner orden a una forma de subsistencia que apenas la tiene en cuenta. Si el diablo ya estaba entre nosotros, partes del infierno también estaban presentes. Pero la iglesia no quería darse cuenta. Y así como el diablo era demandado por su poder exquisito que anulaba el tedio, varios escritores se empeñaban en vivir un infierno que los excluyera del hastío. El gran ennui era el verdadero infierno, y para evitarlo, era necesario acudir a abismos más refrescantes. La reyerta de los infiernos entonces da inicio. Si Huysmans intentaba resarcir el infierno moderno con dosis derivadas de satanismo del medioevo, la iglesia católica no se daba cuenta. Unos buscaban la alteración de la conciencia, para lograr permutas. Otros trataban de aferrarse a un mundo distante y desatendido. Frente a las atrocidades de Gilles de Rais rescatadas por Huysmans, que podían servir para poner en tela de juicio el presente, existían otras representaciones que casi enternecen por su candidez:
En Bretaña, el abate Jean-Marie de Lamennais, vicario general, hace su gira de 1820. En cada parroquia reitera su ritual macabro: se llena un ataúd de cráneos cogidos del osario y se lleva en procesión al cementerio, al lado de una fosa. Allí, delante de los fieles, Lamennais toma uno a uno los cráneos y entabla con ellos un diálogo a modo de entrevista preguntando a cada uno dónde se halla en ese momento. Al hacer las preguntas y dar él mismo las respuestas, no queda decepcionado: prácticamente todos están en el infierno; este padre que no ha hecho caso de la instrucción religiosa de sus hijos, ese rico que no ha practicado la limosna, ese pobre que ha protestado de su suerte, ese joven que ha ido tras los afeites y las danzas, ese labrador que ha ido al cabaret...[31]

La búsqueda de liturgias era perentoria para un presente hermenéutico. Pero la malicia constituía el punto nodal. Tanto Huysmans como Lamennais recreaban ceremonias oscuras o níveas. El resultado era diametralmente opuesto. La efectividad iba, sin remedio, de la mano de la malicia. Sin embargo, Huysmans abrió la puerta para otros autores quienes dedujeron que el infierno ya estaba entre nosotros. Lo ignoto y temido ahora era cotidiano. Como la presencia de un Drácula que viaja de tierras desconocidas al centro de Europa. Esos herederos de Huysmans fueron consecuentes. Las solemnidades religiosas estaban de más cuando la maldad circundaba.
            Para recrearse en ese infierno inevitable no era necesaria la instrucción religiosa. Se podía ser un simple cráneo que busca el regocijo. No era menester practicar la limosna. Era suficiente con volverse un cráneo que gasta todo su dinero en bebidas. Era perentorio quejarse de la situación propia, ir tras los afeites, la danza y el cabaret. El único requerimiento era ser consecuente. Y Paul Duval fue perseverante en estos términos. Era consciente que vivía en el infierno, y así lo demostraría.
            Paul Duval bien podría haber aparecido como espécimen del Psychopathia Sexualis. Era un homosexual declarado en estaciones de inflexibilidad moral. Era un adicto al éter, la leyenda decía que uno podía adivinar la llegada de Duval porque lo precedía el fuerte hedor de esa droga. Pero al autor no le importaba, ya señalamos que era tenaz:
Nunca ocultó ni su homosexualidad ni su adicción al éter. En París hizo famosa su receta para una popular cantante de music-hall: ensaladas de fresas con limón, coco rallado y éter.[32]

El éter era una droga símbolo. Era el distintivo de esas personas que vivían convencidas que el mundo era sombrío, y una adicción no lo empeoraría más. Probablemente tenían razón. Antole Baju había hecho una lista de la vergüenza. La cobardía y falta de perseverancia eran sinónimo de apocamiento. En 1887, este editor de la revista Le Decadent, saca un manifiesto: L’ecole decadente (La escuela decadente). En él asienta las ilusiones y propósitos de una bandada de escritores deseoso de contravenir. De exponer el infierno que se vivía.
            Baju, al igual que Huysmans, reprocha al naturalismo su carácter materialista. Definía esta corriente como un divertimiento para gente sin alma. Y al igual que Des Esseintes, hacía énfasis en la búsqueda del éxtasis, el la persecución sin límites de la belleza. La indagación de la belleza podía incluir actos atroces, barbaridades y pactos demoníacos, pero era la respuesta al mundo materialista que fustigaba incluso al arte. Esto incluso se nota en las parábolas religiosas usadas por Baju en su manifiesto:
Fue a medidados de agosto de 1885 que mis amigos y yo, ofuscados de esta literatura venal, estéril donde se pavoneaba Zola, y que hacía las delicias de los burgueses sin alma, que lanzamos en nombre de todos aquellos que se interesaban por als artes, un formidable grito de alarma que repercutió con miles de ecos a través de los dos mundos. Con la finalidad de la universalización de la Belleza, por vez primera probablemente, teniendo piedad por la aberración de las masas, nos dimos a la tarea de colocar a las puertas de la gente una hoja que fuera como el santuario del arte : Le Decadent, sin abdicar empero a las altas prerrogativas del sacerdocio del que nosotros teníamos conciencia.[33]

La intención era admirable. Sin embargo, la estructura, todo el asunto del manifiesto sabía demasiado compuesto. Anatole Baju repudia páginas más adelante el exceso. Él sugiere una tarea limpia, una búsqueda sin contratiempos. La cercanía en el purismo con un Jean-Marie de Lamennais hablando con sus cráneos es evidente. Baju contribuyó, seguramente sin saberlo, con una sustitución casi generalizada en el cambio de siglo XIX al XX: la religión y su imaginario por la ideología. La ideología activista como nuevo espacio para calmar las conciencias y aplacar la crítica.
            Sin poder verlo de esta manera general, sólo cuatro años después Anatole Baju se sorprende que sus amigos hayan huido en estampida hacia propuestas más ideológicas y menos literarias. Es entonces cuando realiza su lista de la vergüenza: L’anarchie Litéraire. En ella, va colocando los nombres de los antiguos decadentes, los exploradores de la belleza, que ahora han terminado por apoyar al instrumentismo, las sectas esotéricas, el sindicalismo, el socialismo y el anarquismo. Propuestas más políticas o religiosas que creativas.[34]
            En su primer manifiesto aparece un nombre que no está presente en el segundo: Jean Lorrain. Anatole Baju no lo considera un traidor. Sin embargo Lorrain tampoco era tan cercano a esta búsqueda pura en la que tanto insistía Baju. Tanto la religión como la ideología eran sus enemigas. Lorraine insistía en el exceso, en convertirse en repudiado leproso. Las otras opciones, como el naturalismo de Zola, estaban cargadas de fullerías y ramplonería. Jean Lorrain era el nombre de guerra de Paul Duval. Si el misterio era el antídoto contra el positivismo, el exceso hacía lo propio con la ideología. Y la ideología comenzaba a nacer tan pujante como el positivismo. Era el sitio de amparo y salvaguardia para aquellos que ya habían renegado de las religiones, pero no podían vivir en el vacío de la crítica. Sólo jugar a criticar hasta que la conciencia aturdida no moleste más. Slavoj Žižek lo imagina como un “colchón”:
¿Qué es lo que crea y sostiene la identidad de un terreno ideológico determinado más allá de todas las variaciones posibles de su contenido explícito? Hegemonía y estrategia socialista traza lo que tal vez sea la respuesta definitiva a esta pregunta crucial de la teoría de la ideología: el cúmulo de “significantes flotantes”, de elemento protoideológicos, se estructura en un campo unificado mediante la intervención de un determinado “punto nodal” (el point de caption lacaniano) que los “acolcha”, detiene su deslizamiento y fija su significado.[35]

La estructura tampoco se diferencia mucho de la alineación religiosa. La identidad devota se establece también en un terreno plagado de esas significantes flotantes que circulan a un punto nodal (Dios) y en conjunto otorgan consuelo.
            La segunda mitad del siglo XIX fue una época en la que todo lo secular se tornaba ideología. Incluso el nihilismo. Ese sentimiento desconfiado que hace dudar de todo, nacido en las páginas de Padres e hijos de Iván Turgenev, quien lo definió como el acto de no respetar nada, no someterse a autoridad alguna y no contentarse con ningún principio “sin previo examen del mismo”[36], también fue utilizado como lábaro ideológico:
Uno de los más sobresalientes e influyentes personajes de los primeros tiempos del nihilismo fue Sergio Nechaiev, profesor de San Petersburgo en 1869, época en que empezó su tarea de conspirador. Nechaiev abogaba por la deposición, aunque no por la muerte del zar, sin embargo sus trabajos fueron descubiertos de la siguiente manera: tenía Nechaiev un amigo íntimo en el estudiante Ivanov, pero habiéndose distanciado por razones de política, Ivanov declaró que su amigo iba demasiado lejos en sus tendencias político-sociales, lo cual fue calificado de traición, y en 21 de noviembre de 1869 perecía a manos de Nechaiev en una cueva próxima a la Academia de Agricultura de Moscú. Este asesinato condujo al descubrimiento de una sociedad secreta, cuyos 87 individuos fueron procesados en 1871.[37]

Así, mientras unos seguían dialogando con cráneos en busca de la prevención religiosa, y otros creaban cráneos por la furia ideológica, Jean Lorrain tenía al éter.
            El éter se introduce a Europa cuando se pone de moda la morfina. Con ambas, el fin de siglo inauguraba la afición por las drogas “duras”. La necesidad de escape era imperiosa. El éter era más barato por ser un “elemental anestésico de quirófano que se producía industrialmente y que, al parecer, no producía hábito.” Los efectos iban muy de acuerdo a ese requerimiento de evasión: desinhibición, “una especie de embriaguez alcohólica intensa, precedida por una fase de excitación maníaca cuando la dosis no era suficiente para inducir un sopor profundo.” La manera más común de consumir éter era vertiéndolo en una bebida alcohólica. La embriaguez llega rauda y barata. “En el mundo intelectual francés, por ejemplo, el uso de la morfina estaba considerado más propio de mujeres y fue el éter quien ganó sus adictos entre los hombres.”[38]
            El éter se volvió entonces un distintivo de la disociación. La queja adicta contra un mundo ordenado. Jean Lorrain y sus amigos eterómanos se empeñaron en convertirse en los modernos y románticos leprosos. La gente les huía como si fueran devotos del diablo.
            Así, con el debut del siglo XX, exactamente entre 1899 y 1901, Jean Lorrain crea su obra más importante: El Señor de Pocas o Astartea. Y el tono con el que Lorrain la escribió es el mismo con el que decidió vivir su vida: dando preferencia al modelo nocivo. En 1906 el traductor al español de Astartea en Madrid señaló:
Una de las primeras cosas que El señor de Phocas ha de enseñarte, --sin contar muchas otras no menos importantes-- es que en este tan cacareado París de la leyenda dorada, el París de los diez mil automóviles, de las mujeres hermosas y de los hombres superiores, en donde no parece sino que el barro se amasa con agua de colonia, en cuyos grandes bulevares la muchedumbre se arremolina noche y día, y cuyas grandes plazas, con los mil cambiantes de luz de todos los colores y reflejos, se convierten en fantásticos escenarios de modernas hadas que los cruzan envueltas con sedas, gasas y plumas, que en ese París en fin, que si no has visto todavía habrás oído hablar mucho de él y aun tú mismo habrás ponderado llamándolo cerebro del mundo, centro universal de civilización y otras lindezas por el estilo, no todo lo que reluce es oro ni mucho menos, está muy lejos de ser la soñada Jauja, y que, en cuanto a lo que a vicios, miserias y desdichas se refiere, deja muy atrás a todas las grandes ciudades de Europa.[39]

Pero hacia el final de su advertencia, insiste que el sentimiento que predominará será el de agradecimiento con el autor. Se efectuará una suerte de “agradecimiento y purificación”. Designio muy cercano al imaginado por Huysmans y su satanismo.
            La historia de Astartea es la de un muchacho con mucho dinero y hastío. Miembro de la alcurnia francesa podría ser familiar de Des Esseintes si el mundo ficticio encarnara. Sus amigos y conocidos lo repudian por sus perversiones, pero al personaje, como a su creador, no le interesa en lo más mínimo. La mezcla entre dandie y decadente supera cualquier designo de la moda. Su mundo y tribulaciones son básicamente internas. Es una suerte de bisabuelo del Patrick Bateman diseñado por Bret Easton Ellis varios años después. No es gratuito. Con escritores como Huysmans o Lorrain, asistimos al origen de una imagen intelectual. El escritor con poco temor que en sus textos busca el escándalo y la crítica. Un personaje cuya moral férrea y analítica con su entorno, puede utilizar las herramientas más ensordecedoramente impúdicas. El señor de Phocas es uno de los primeros engendros de esta combinación. Un hombre que habiéndose hartado del mundo material, recurre con violenta urgencia a la metafísica toxicómana. Adicto al opio, suele recrear imágenes que combinan la exquisitez y la violencia:
Únicamente veía los nacarados hombros y la nuca frágil y rubia de la mujer brutalizada y muda; los bandidos tiraban de sus brazos, pues ella había caído de rodillas paralizada por el terror. Yo quería llamar, acudir a socorrerla y no podía; dos fuertes manos, dos garras me tenían también sujeto por la garganta. De pronto, uno de los bandidos precipitó a la mujer contra el suelo, y arrodillándose encima de ella empezó a serrarle el cuello con un enorme cuchillo… La sangre corrió salpicando de rojo el abrigo de terciopelo verde forrado de pieles, el blanco traje, y la frágil nuca de oro.[40]

La realización de sus fantasías es tarea innoble. Phocas tiene ganas de concretar sus pavorosas fantasías. Sin embargo la metamorfosis de la ficción en realidad implica terrores que lo asumen como un cobarde. Intenta sobornar a un periodista para que lo invite a presenciar una ejecución. Al mismo tiempo, es consciente de que la sangre lo aterra. Finalmente decide encerrarse en su mansión sin dar rienda suelta al salvajismo latente, provocado por años de bonanza y civilidad. Cuando aún se sentía digno representante de esa civilización parisina, comenzaba a maravillarse con los deslices morbosos que consideraba estéticamente extáticos: el encanto de los hospitales, la gracia de los cementerios, el tono pálido que otorgaba la tisis y la delgadez que la acompañaba.
La tisis era en los frívolos círculos de la aristocracia decimonónica, no un padecimiento: una moda. La búsqueda de un aspecto enfermo se tenía en gran valía. El exceso o la simulación del mismo era un sello distintivo de aquellas personas que coqueteaban con la consecuencia. Pero la frivolidad era un muro que no permitía llevar hasta el final el deseo de contravenir. La hipocresía anulando todo. Pero aquella pretensión fue importante: significó el nacimiento del estatus distintivo de las drogas. Un espejismo que acompañaría a todo el siglo XX. Así, el señor de Phocas, se embelesa con las dimensiones estéticas que se acoplan a la podredumbre:
Aprendizas del cuerpo coreográfico, lirio de taberna, mundanas frágiles con hocico de roedor; cuento en mi vida bailarinas impúberes, duquesas demacradas, doloridas y siempre lacias, melómanas y morfinómanas, banqueras judías con ojos más cavernosos que los bandidos de arrabal, y figurantas de music-hall, que al cenar vertían creosota en el Rœderer; cuento también insexuales de mesa redonda de Montmartre, y hasta enojosas andróginas. Como un necio, como un mamarracho, he amado chiquillas de anguloso rostro, pavorosas y macabras; el pisto de fenol y pimienta de cloróticas llenas de afeites y de inverosímiles delgadeces.[41]

La prosa de Jean Lorrain, al igual que su personaje, buscaba la belleza en el contexto fosco. El resultado, a veces, terminaba siendo excesivo. Pero la incisión analítica se mantiene. En un espectáculo de acrobacia, Phocas se pregunta con un compañero de asiento dónde radica el encanto del espectáculo que observan. Los circos y las acrobacias eran distracciones muy recurridas por los adultos de finales del XIX. La respuesta satisface por completo al crítico:
Ese gimnasta puede romperse la crisma a cada momento, pues lo que está haciendo es muy peligroso. Lo que le seduce a usted es la emoción que le procura. ¡Qué sensación si sus manos sudosas se escapasen de la barra! Con la velocidad adquirida por el movimiento de rotación se rompería la columna vertebral, y quién sabe si no llegaría a salpicarnos un poco de materia cerebral. Eso sería sensacional, y usted tendría una emoción rarísima que añadir a las de su vasto campo de experiencias, porque usted colecciona las emociones ¡Lindo pisto de espanto nos sirve este hombre vestido con mallas![42]

Sin embargo, Phocas no se atreve a fraguar sus emociones. Lo más cercano que logra es la amistad de un artista que, en su búsqueda por lo sublime y tétrico, colecciona figuras de cera de un realismo tan desconcertante que tanto Phocas como el lector suponen que son cadáveres embadurnados de una ligera capa de lipoide. El artista muestra mayor determinación que el personaje principal. Sabe que el hastío de la modernidad es algo que embrutece. Por ello lleva siempre en el dedo un anillo con una piedra preciosa que está hueca. Una de las propiedades del cristal es su poca resistencia a golpes bien asestados. En el orificio descansa un potente veneno que, una vez que el dueño considere conveniente, beberá después de haber roto la sortija. En palabras del potencial suicida: “He ahí el amigo verdadero, el Deus ex machina que desafía a la opinión y burla a la policía… ¡Eh! Vivimos en tiempos difíciles y los magistrados de ahora son muy curiosos. Salude como yo, querido amigo, al veneno que salva y que liberta”. Mientras ese acto de determinación sucede, el artista instaura orgías en su casa, buscando los cuerpos más disímiles y cercanos a la corrupción de algún tipo. Phocas asiste maravillado a cada una de esas partuzes, pero no hace mucho más. Al final del libro, nuestro personaje, inducido por otro compañero más cabal, se lanza en un viaje a buscar culturas exóticas que lo arranquen del agobio de la civilización occidental. Su escape tenía boleto para Egipto.
            Pero el señor de Phocas no era una copia exacta de Jean Lorrain. Así como Joris-Karl Huysmans no tenía el arrojo de Des Esseintes: mientras uno buscaba la exquisitez sin importarle las consecuencias, el otro jamás faltó un solo día a su trabajo. En el caso de Lorrain era lo contrario: el autor sí hacía aquello que su personaje no se atrevía. Por supuesto no se trata de asesinatos, pero sí de la aceptación del deterioro y su promoción. Lorrain, en vez de comprarse un boleto para el extranjero, adquirió uno para agudizar sus pesadillas.
            La realidad se inmiscuye con todo propósito en la ficción, en su libro de relatos Cuentos de un bebedor de éter. Los nombres de amigos son apenas disfrazados y un personaje aparece en dos o más relatos. Presenciamos el mundo que rodeaba a Jean Lorrain. Los nuevos leprosos con las carnes inyectadas de éter, también tenían comportamientos vampíricos. La ingesta de éter bien podría ilustrarse con una visión que Phocas tiene en un sopor opiáceo:
Al resplandor de las dos caras de larvas veía al horrible enemigo que conquistaba mi carne. Un enorme ejército de murciélagos, de pesados y gordos murciélagos de los Trópicos, de la especie llamada vampiros, chupaban mi sangre, besaban mi cuerpo, y la caricia era a veces tan intensa que me hacía vibrar con goce atroz; y cuando enervado y presa de espasmos me revolvía para sacudir aquella profusión de besos, algo velludo, blando y frío se me metió en la boca; instintivamente mordí, y algo viscoso como la sangre me llenó la garganta, sabor de bestia muerta me cubrió la lengua, y una papilla caliente se me pegó a los dientes.[43]
           
La visión del Drácula de Stoker superada por completo. El éter como motor del nuevo pacto demoníaco. Las narraciones del éter nos ubican en breves abismos cotidianos que están elaborados con todo propósito. En La casa siniestra, Serge Allitof, es un hombre que renta un departamento oscuro y en el que se oyen voces por las paredes. Casi pierde la razón. El autor lo atribuye a la casa, un General amigo, a un prolongado estudio sobre la brujería que estaba haciendo el inquilino, sin embargo en una visita, el narrador percibe cierto olor a éter. Ese es el único demonio que sobrevive en el nacimiento del siglo XX para Lorrain.
            En Una noche turbulenta, un hombre duerme en la habitación externa de una casa de campo. En medio de la penumbra emerge un pájaro que describe con tintes alarmantes: “abriendo desmesuradamente un repugnante pico membranoso de quimérico cormorán”, “con su enorme vientre hinchado de grasa”, “con largos muslos flacos y granosos y grandes alas de murciélago”. Entre otras sutilezas. El ave lo ataca y el se defiende con las pinzas de la chimenea. Al final, el monstruo alado sólo era una especie de lechuza. Pero la batalla narrada es terrorífica y tiene un detalle revelador, ocurrido en medio de la refriega: “dejé caer las tenazas sanguinolentas y sólo tuve tiempo para correr hacia mi neceser para sacar mi frasco de éter. Una gota, dos gotas y, con el pecho liberado, el corazón libre, me volví a meter en la cama y me dormí como un niño.”[44]
            En Los orificios de la máscara, Lorrain se da tiempo para el humor. Si la elección del espíritu destructivo es voluntaria, tampoco hay por qué hacer tanto drama. Un hombre espera a un amigo una noche de carnaval y disfraces. El camarada llega ya enmascarado y, sin decir una palabra, lo lleva a un baile. Todo en su acompañante es silencio. El narrador comienza a dudar. En medio de la reunión, decide resuelto quitarle la máscara a uno de los convidados. Detrás no hay nada. Descubre que son todos fantasmas. En medio de la desesperación se mira en un espejo tratando de reconocer al menos la identidad propia. Sólo ve su máscara. El final del relato aclara las cosas:
Y esa máscara era yo, porque reconocí mi gesto en la mano que levantó la cogulla y, boquiabierto de espanto, lancé un gran grito, porque no había nada bajo la máscara de tela plateada, solamente el hueco de la tela redondeando el vacío: yo estaba muerto y yo… y... y...
  “--Y has vuelto a beber éter, murmuró a mi oído la voz de Jacquels. Una excelente idea para no aburrirte mientras me esperabas.”[45]

Sin embargo es en Oración fúnebre, el último relato de la selección, donde se vislumbra y se entiende la decisión de Lorrain por el éter. La historia cuenta la muerte de Jacquels. El tono y emoción hacen pensar que más que una obra de ficción se trata de una crónica. Jacquels muere eterómano, un vicio heredado por una novia quien, por la misma adicción desaparece tiempo atrás. El narrador, sin duda alguna el propio Lorrain, asiste al entierro. El resto de los convidados le dan mucho que pensar. Un mundo ordenado, positivista, ideológico analizado por el satanista moderno. Por aquél que ha decidido renunciar a la mediocridad materialista y mantener, en forma de autodestrucción su romanticismo. Igual que su amigo ahora extinto. Dos diálogos provenientes de mundo opuestos. Dos críticas certeras:
--¿Ha venido usted de París expresamente para la ceremonia?
  --Sí, yo soy así --bromea desde el fondo de su abrigo de pieles--, jamás me molesto por una boda, siempre por un entierro. (Luego tras una pausa.) Son mucho más rápidos. Este pobre Jacquels ya estiró la pata… No tenía más de treinta y tres años ¿verdad?, gastado por la vida, por el matrimonio y luego el éter, ese horrible éter, ¡bonito vicio heredó de Suzanne!
  Y mi fanfarrón de vicio, tomando otro sendero, se esquiva con su redonda cara bajo la nieve y se va, absolutamente feliz de haber echado a perder el buen gesto que le ha traído hasta aquí por una estúpida restricción del bulevar: pero algunos gabanes andaban tras nosotros y había que asombrar a la providencia y sostener la reputación de parisino de ¡ ¡ ¡final de siglo! ! !, gastar bromas con perversas palabras sobre el fin, continuar sobre una tumba el cretino oficio de viajante de comercio.[46]

La ironía aniquilando al apego. También calmando conciencias. Denotar agudezas antes de aceptar dolores. No ver con ojos de demonio el estado de las cosas. Entender cabalmente es peligroso: nos puede acercar a la realidad y no tolerarla. Nos puede volver eterómanos. El segundo encuentro:

A la puerta del cementerio, otra sorpresa. La portezuela de un cupé se abre ruidosamente, y la señora, una pariente de Jacquels, una mujer muy guapa, en la treintena de su edad, que ha sido, creo, más o menos su amante, se me desploma en los brazos entre sollozos ahogados y un bonito dolor teatral que sienta de maravilla a su rosáceo frescor de rubia y a su elegante luto de viuda.
  “--Qué catástrofe, amigo mío. (Me llama amigo y, si me ha visto dos veces en su vida, ya es mucho decir.) Realmente yo no sabía que estaba enfermo, pero ¿acaso podía imaginar?... He llegado de Ruen esta misma mañana: no recibí el telegrama hasta ayer y tenía veinticinco personas a cenar, fue imposible anular la invitación de tanta gente: ¡era una cena oficial! Después de la velada, tenía la cabeza como perdida. Me sentía como una actriz que acaba de perder a su madre.”
  La miro a los ojos, que los tiene muy bonitos, de un azul oscuro, y completamente bañados en lágrimas: realmente, la hermosa pariente, es mejor actriz de lo que ella misma cree, porque no se perderá, por causa de su luto, ni uno solo de los bailes de invierno; Ruen está a treinta leguas de este agujero de provincias y además el negro le sienta tan bien, como a Réjane.[47]

Jean Lorrain afortunadamente no vivió mucho tiempo. El éter también causó estragos en su organismo. Tuvo suerte de no ver el mundo ya inscrito en el siglo XX. Poblado de hombres agudos que tienen todo en orden, y mujeres histriónicas que sienten menos respeto por el dolor que por sus mascotas o su auto. Un cosmos irónico que, frente a terceros debe mantener su talante cruel. Aniquilar el sentimiento como consigna. La búsqueda de la belleza, de la exquisitez metafísica, eran empresas sin valor en el nuevo siglo. Procurar las sacudidas a través del dolor o la maldad para sentirse vivo, para lograr una conversión que trascendiera la mediocridad, terminaron siendo simples excentricidades. El siglo XX sólo ofreció personas que insisten en calibrar la existencia por su ajetreada vida social. Para quienes un velorio es uno más de sus compromisos sociales. Entelequias frívolas, despreocupadas. Avispados que hacen dinero de las ideologías, que venden pequeños infiernos para cobrar el rescate de sus profundidades. De eso, hasta los verdaderos demonios huyen.
            Ante ese mundo, la salida de Jacquels se entiende más honesta: frente a un orbe de valores tan vulgares, lo mejor es crear un universo interior aunque sea autodestructivo. La renuncia al mundo baladí y sardónico, aparece de pluma de Jean Lorrain de la siguiente manera:
Era éter puro del que bebía una gran dosis, una dosis que hubiera abrasado el estómago y las entrañas tanto a ustedes como a mí… Aquél eterómano, noctámbulo de juergas y francachelas, aquel neurótico que se acostaba a las ocho de la mañana y no se levantaba hasta las siete de la tarde, cuando lo vi a la luz, descubrí que era él, Jacquels, mi amigo de la infancia, el que hoy es un difunto… Hace cuatro años, uno de los más lanzados de nuestros hijos de papá, comensal convertido en haragán… Qué quieren ustedes, intentaba olvidar u olvidaba…
  […] Aquel hombre de veintinueve años que representaba cincuenta, apresado por el éter como muchos otros lo están por la morfina, Jacquels, el amante de aquella pobre Suzanne, Jacquels, mi amigo Jacquels, que en diez meses había llegado a ser uno de nuestros encantadores intoxicados de este final de siglo.[48]

Satanás era un ángel rebelde. No soportó la mediocridad que brinda la alegría. El Paraíso hipócrita. Jean Lorrain murió apestando a éter. Con aroma de santidad. Joris-Karl Huysmans se precipitó al recogimiento metafísico. Antes había inventado la novela decadente, antes había sido satanista. Repudió el materialismo. Es el más rebelde de los burócratas. No tenía nada que demostrar. Bram Stoker se sabía a destiempo. El romanticismo se agotaba. Sólo quedaba la certidumbre. La mueca inteligente. La actuación farsante. Todos eran rebeldes. Todos lograron una rebeldía frente al mundo llevada al extremo. Satán es un moralista que se inmola.
Pero Satanás, a diferencia de sus acólitos tiene una desventaja. Él es eterno. Él puede ver con ojos llenos de espanto el mundo que la corrección nos ha otorgado. No puede hacer nada. Sus seguidores se extinguen cada día. Pide éter en un bar a media luz pero ya no lo tienen en existencia. Está desencantado. Perdió. El mundo ya no es su responsabilidad. 

 (Publicado originalmente en la revista Historias de la Dirección de Estudios Históricos del INAH )



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[1] Citado por Robert Muchembled en Historia del diablo (2002, FCE), p. 219.
[2] Cfr. Rüdiger Safranski, Schiller o la invención del idealismo alemán (2006, Tusquets).
[3] Cfr. Rudolf Bultmann (1884-1976), teólogo protestante alemán que prolongó esa idea, pero a la par estuvo presente en la última etapa de la búsqueda del Jesús histórico, una investigación que tiene su origen en 1774.
[4] Muchembled, Op. Cit., p. 223.
[5] En  Blake. Poesía completa (1980, Gráficas Sigma), p. 413.
[6] Marisol Palés, Diccionario de ciencias ocultas (2001, Espasa), p. 1232.
[7] Bram Stoker, Drácula, (2005, Comunicación y publicaciones), pp. 67-68.
[8]  Carlo Ginzburg en Historia nocturna. Las raíces antropológicas del relato (2003, Península), p. 214.
[9] Bram Stoker, Drácula, Op. Cit., p. 530.
[10] S. J. Antonin Eymieu en Los creyentes y los progresos de la ciencia durante el siglo XIX (1949, México), p. 104.
[11] Bram Stoker, Drácula, Op. Cit., p. 461.
[12] Joris-Karl Huysmans en A contrapelo (1984, Cátedra), p. 147.
[13] Joris-Karl Huysmans en Allá lejos (Là-bas), (1919, Prometeo Sociedad Editorial), p. 45.
[14] Juan Herrero en la introducción de A contrapelo, Op. Cit. p. 12.
[15] Huysmans en la introducción de Marthe. Histoire d’une fille (1914, George Crès et Cie), p. VII.
[16] En A contrapelo, Op. Cit. P. 113.
[17] En Allá lejos de J.K Huysmans, (1919, Prometeo Sociedad Editorial).
[18] Idem, p. 48.
[19] Idem, p. 52.
[20] Idem p. 55.
[21] Idem, p. 63.
[22] Pero la obsesión científica de la historia insistió en manchar incluso las páginas donde Des Esseintes elaboró su defensa del misticismo. En la página 69 de ese volumen resguardado en la Biblioteca Nacional de Madrid, hay una nota trazada con grosero lápiz. El mensaje henchido de la ironía del siglo XX asevera: “Lo que más sorprendía en él [refiriéndose a la construcción del personaje] era su erudición. Resultaba prodigioso como lo sabía todo, como estaba al corriente de los libros más antiguos, de las costumbres más seculares y de los descubrimientos más nuevos”. Pienso que el crítico armado del lápiz después se sintió satisfecho. Pudo identificar un error para luego preguntar con los lentes a media nariz y una mano revoloteando en el aire en alguna conferencia: ¿cómo es posible ignorar el aspecto socioeconómico del personaje? La amonestación me recuerda a los críticos de Madam Bovary que Julian Barnes señala en su libro El loro de Flaubert. Aquellos que orgullosos señalaron el error de Flaubert al cambiar el color de ojos de su personaje. No es gratuito que en la página anterior a la nota termine la diatriba contra la academia (histórica) de Huysmans. No dudo que un filólogo o historiador se haya ofendido, no lo acepte, y a partir de ese punto se haya dedicado a buscar errores como el encontrado en este autorcete tan poco respetuoso de las exactas ciencias humanas. La búsqueda de misterio y tabú no le pueden significar nada a un hombre así.
[23] En Allá lejos, Op.Cit, p. 95.
[24] Idem, p. 110.
[25] Idem, p. 295.
[26] Idem, p. 158.
[27] Cfr. Antonio R. Damasio, El error de Descartes. La razón, la emoción y el cerebro humano, (1999, Crítica).
[28] Luis Antonio de Villena en J.K. Huysmans, Al revés, (1986, Bruguera), p. 12.
[29] Vicente Blasco Ibáñez en Joris Karl Huysmans, Allá lejos, Op. Cit. Pp. 44-45.
[30] Georges Minois en Historia de los infiernos, (2005, Paidós), pp. 397.
[31] Idem, p. 399.
[32] Estudio de José Javier Fuente del Pilar sobre Jean Lorrain en Cuentos de un bebedor de éter (1998, Miraguano Ediciones), p. IV.
[33] Anatole Baju en L’école décadente, (1887, Léon Vanier, éditeur des décadents), p. 3
[34] Anatoloe Baju en L’anarchie Littéraire, (1892, Léon Vanier, éditeur des décadents).
[35] En El sublime objeto de la ideología, (2001, Siglo XXI), p. 125.
[36] Santiago Valentí Camp en Las sectas y las sociedades secretas a través de la historia, (2001, Editorial del valle de México), p. 744.
[37] E. Lavigne en Introduction à l´histoire du Nihilisme, aparecido en Santiago Valentí, Op. Cit. P. 745.
[38] José Javier Fuente del Pilar, Op. Cit .p. VI.
[39] En Jean Lorrain, El Señor de Phocas (Astartea), (1919, Sociedad de Ediciones Literarias y Artísticas) p. VII.
[40] Idem, p. 153.
[41] Idem, p. 23.
[42] Idem, p. 29.
[43] Idem, p.159.
[44] Jean Lorrain en Cuentos de un bebedor de éter, (1998, Miraguano Ediciones), p. 35.
[45] Idem, p. 74.
[46] Idem, p. 135.
[47] Idem, p. 136.
[48] Idem, p. 140-141.