Blog de los textos de José Mariano Leyva. Ensayo. Narrativa. Reseña. Historia. Noticias.

lunes, 4 de junio de 2012

Jarrones de plata: confesión pública de un homicida[1]


Dickens: mirada gótica
Si el día de hoy, en esta explanada, les confieso a todos ustedes que soy un asesino, nadie me va a creer. ¿Quién creería una confesión de esa magnitud en un espacio como este? Si les digo que asesiné a mi esposa, todos permanecerán tranquilos. Estarán convencidos que solo lo digo porque estoy leyendo un relato de ficción que nunca ocurrió. Que quiero jugar con sus cabezas y no en la manera en la que un asesino lo haría. Solo a un desquiciado se le ocurriría confesar en pleno palacio de Bellas Artes, rodeado no solo de tanta gente, sino de representantes de la autoridad, que cometió un homicidio. Guardias que deberían llegar hasta mí para esposarme y llevarme a prestar una declaración más formal, menos artística.[2] Únicamente a un loco, o a una persona que entiende cómo funcionan las cosas. Que sabe que el cinismo se lleva muy bien con los tiempos que corren.
Con sus dos hijas
            Pues bien, aquí voy: me llamo José Mariano Leyva. Soy escritor pero también soy un asesino. Cometí un crimen y ahora, sin pudor se los refiero. Hace casi un año, el mes de mayo asesiné a la que era mi esposa. No había una sola razón: habían varias. Desde hacía días no soportaba su presencia. Cada vez que ella llegaba a la casa, sentía ganas de huir. En mi hartazgo estaba también el de ella. El repudio mutuo. En las comidas, cada vez que levantaba la mirada, ella estaba viéndome. Con el mismo odio. Con el mismo semblante de asco, de repulsión. Esas miradas querían decir muchas cosas: eran, por ejemplo, el reproche por el hijo que nunca tuvimos. Ella insistió durante largos meses y yo le contestaba que no me interesaba. Que solo quitaban tiempo, dinero y energías. Me enfurecía que mi esposa me viera como una simple máquina reproductora. Dejamos de dormir juntos. A ella, el reproche no le permitía estar en el mismo cuarto donde yo estaba. A mí me daba temor que su insistencia se convirtiera en seducción y que yo flaqueara.
            Algunos meses más tarde los papeles se invirtieron. Yo entendí que la única manera de que me dejara en paz sería, efectivamente con hijo. Una tercera persona que también aliviara el tedio entre los dos. Se lo propuse. Ahora fue ella la que se negó. Me dijo que estaba equivocada. Que un hijo sólo entorpecería su vida profesional. Que no quería terminar como su madre quien había renunciado a carrera y oficio por culpa de sus tres hijos. Para terminar de convencerse me dijo que un hijo, además, ensuciaba todo. Que era sinónimo de desorden y ruido. Y mi ex mujer era una fanática de la limpieza y el silencio. Había instalado doble vidrio en cada ventana de la casa para filtrar toda noticia del exterior. Con la misma determinación, trapeaba los pisos una vez por día y los enceraba dos por semana. Esas eran las tareas que le resultaban más importantes que tener un hijo. Entonces a mí me quedó todo claro. No había salida. Hasta cierto punto ella tenía razón: ir por la vida con compañía no era otra cosa que aceptar un contratiempo, tener que hacerse cargo de seres inútiles que detienen nuestra carrera hacia la superación. No habría hijos, pero entonces, tampoco habría pareja. Ahí decidí asesinarla. Y decidí hacerlo de la peor manera. Aquella mujer, aun hoy lo creo, se merecía el peor de los castigos por haberme entorpecido mi vida durante tanto tiempo.
            Entiendo que a muchos de ustedes les parezca exagerada mi resolución. Pero piénselo bien: el divorcio es para los débiles. Trámites, peleas, gasto de dinero y la posibilidad de encontrarte con tu ex pareja en cualquier rincón de la ciudad. Para ello mejor desaparecerla del todo.[3] ¿No es eso lo que muchos de los habitantes de este país están haciendo? Aniquilar en vez de dialogar. Convencer a punta de pistola en vez de escuchar. ¿No hemos escuchado las explicaciones más ridículas para asesinatos públicos, desde la muerte de inmigrantes hasta hijas que aparecen al pie de la cama sin que los padres lo supieran? Peor aún: ¿no se olvidan esos crímenes en menos de una semana? Y para aquellos idealistas que todavía tengan dudas, reciban mi más estudiada indiferencia. Lo siento mucho pero en un mundo donde las apariencias lo son todo y lo que realmente hemos hecho, vale muy poco o nada, yo estoy tranquilo. Tanto, que me parece perfectamente entendible que nadie me haya detenido aún. Yo, a diferencia de los otros asesinos del país, declaro mi culpabilidad, y nadie me cree. Me parece estupendo. Les cuento la verdad cobijado por las miradas de todos ustedes. Por las sonrisas a medias que veo en los rostros de los de atrás.
            El día elegido tenía todo listo. En las escaleras que suben al segundo piso de la casa, mojé con cera tres escalones. Lo suficiente como para que se resbalara, pero no tanto como para que pudiera advertir la trampa. Entonces fui a mi estudio. Jamás, en toda mi vida esperé con tantas ansias que llegara de su trabajo. Cuando al fin llegó, lo acepto, me froté las manos con emoción. Escuché como dejaba sus cosas, y como, sin duda, iba preparando su reproche del día: que si el tráfico estaba espantoso, que si el jefe de su trabajo era un desgraciado sin escrúpulos, todo como si fuera mi culpa. De pronto un breve grito. Una exclamación aguda que fue acallada por el claro crujir de unos huesos. Salí corriendo del estudio. Llegué hasta las escaleras y la vi: tirada boca abajo, con las piernas en la parte más alta de la escalera. Los brazos evidentemente rotos y el cuello torciéndose hasta lo imposible. Vi su cara. En los ojos abiertos permanecía la mirada de siempre. El reproche. El odio. Y de pronto: un pestañeo. La desgraciada no estaba muerta del todo. Ni eso podía hacer bien la estúpida. En su contemplación se adivinaba el odio. Nada de súplica. Incluso en aquel estado, me retaba y detestaba. La boca, con muchos dientes quebrados, no podía emitir sonido.
Fui hasta el estudio y tomé un pesado jarrón de plata que la madre de mi esposa nos había regalado. Había sido el regalo de bodas más necio. Nunca sirvió para nada más que para la ostentación. El jarrón nunca tuvo flores, tuvo solamente pretensiones. La idea de que si una pareja tiene objetos materiales: ipods, ipads, inmensas pantallas, carros del año, jarrones de plata, entonces son exitosos. Como si eso fuera fiel reflejo de lo bien que le va a una pareja y no lo contrario. Tomé entonces el mentiroso jarrón y regresé a la escalera. Ella y su mirada seguían ahí. Levanté el jarrón lo más que pude y luego lo dejé caer. Escuché un sonido seco. Un enorme hueso que se rompía.[4]
            Quedé exhausto. Pero en breves minutos la ira cedió paso a la calma. Y con la calma pensé: la resbalosa cera en el piso para que cayera, las ventanas de doble vidrio para que nadie en el exterior la escuchara. Sus obsesiones diarias. Su muerte definitiva. Pero el acto tenía también mucho de contemporáneo: la necedad generalizada por la limpieza, el encarnizamiento que tenemos por defender nuestra individualidad. Que nada nos toque. Que nada nos afecte. Intentar prolongar un sueño en el que la violencia solo se filtra por las noticias de la televisión. Y esas noticias, esas muertes, tienen un sabor tan lejano que hasta nos parecen reconfortantes. Las muertes pasan allá afuera. Aquí adentro estamos seguros.[5]
            Deshacerme del cuerpo, curiosamente fue más fácil. Una llamada telefónica y un hombre que no hizo preguntas se encargaron de todo. Claro que no diré su nombre: una cosa es que yo les confiese mi crimen y otra que delate a la única persona que sabía lo que hice, antes que ustedes. Lo que sí les puedo decir es que ese hombre gana, en la oscuridad, más dinero que personas que realizan actividades menos violentas y más constructivas. 
            Varios días después declaré su desaparición. “Jamás llegó a casa”, dije. La policía investigó por un tiempo moderado, pero estaba claro que con la enorme cantidad de asesinatos que se están cometiendo en el país, y que reciben mayor atención mediática, la muerte de mi esposa tenía poca importancia. Pronto el vigor policíaco desapareció. Por el contrario, para la madre de mi mujer tenía toda la importancia del mundo. Me fue a visitar varias veces a casa después de mi asesinato. La madre era muy parecida al jarrón de plata que nos había regalado: con muchas pretensiones y pocas utilidades. No era mala persona, pero estaba obsesionada con las apariencias. Para ella, el carro que manejabas era todo. La marca de tu ropa era más importante que lo que sentías o pensabas.
Los primeros días se compadeció de mí. Ella lloraba mientras yo fingía llorar. Pero luego, cuando las esperanzas de encontrarla fueron desapareciendo, comenzó a sospechar. Sin embargo, tenía un serio problema: buena parte del dinero con el que vivía, que le permitía comprar autos y algunas joyas, provenía de mis arcas. Un giro en la economía familiar que mi esposa había tramado hacía mucho tiempo y que yo toleré. Así, mi suegra arriesgaría muchas cosas, pero jamás los objetos materiales que sostenían su apariencia. Eso la hacía creer que era mejor que los demás, Los demás, por cierto, solían creer la misma mentira.[6] Es curioso: uno se para frente a las personas y declara un crimen con completa honestidad y nadie le cree. Por el contrario si otra persona se eleva por medio de mentiras, todo mundo queda convencido. Tal vez por eso la política resulta tan exitosa. Tal vez por ello la violencia que la política genera, nos resulta tan natural. En fin, al final todo eso jugó a mi favor. De alguna manera mi suegra sospechó lo que había ocurrido. Y fue incapaz de decir una palabra. Como ahora era solamente mía la responsabilidad de que parte de mi dinero fluyera hacia su bolsillo, prefirió sus apariencias a hacer cualquier tipo de justicia.
            Esta es mi historia. Es real. Lo que tienen enfrente es a un asesino que confiesa. Pero la incredulidad es mi aliada. Me encubro a la perfección en medio de lo que sucede en el país. Si no nos importan los asesinatos que todos los días vemos en cualquier parte ¿por qué habría de importarles este en específico? Tantos muertos en la calle que uno más ¿qué importa? La rabia que puedan tener se les va a desaparecer, lo prometo. Se les va a olvidar. Estamos acostumbrados a imaginar masacres como un evento diario que no tiene mayor importancia. Pero si acaso creen que es desagradable presenciar la cínica confesión de un asesino, que es un insulto que el homicida te diga en la cara que cometió un crimen y que quedará impune, que no habrá guardia ni gendarme que lo detenga, entonces ¿por qué no sentir lo mismo con las masacres que ves en la tele, en los diarios? La lejanía no lo justifica. Una muerte impune, por más distante que parezca, no debería dejarnos impávidos. Porque ¿qué son ustedes? ¿Hombres de justicia o jarrones de plata?[7]

Texto leído en la explanada del Palacio de Bellas Artes, Día internacional del libro, 2012.


[1] El siguiente texto está basado en los relatos breves Confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II (1840) y El manuscrito de un loco (1836) de Charles Dickens. Tres relatos que se inscriben en un estilo poco conocido del autor: más cercano al misterio y al tono gótico, aunque jamás carente de su consabida y marcada crítica social. Ambas son confesiones de asesinos cuyos motivos homicidas quedan plasmados en alguna especie de documento. Está también anotado con observaciones y comentarios de análisis histórico, todos al pie de página que en su mayoría intentan analizar aquel primigenio estilo literario. Se sugiere leerlo primero, ignorando las referencias y luego, si la paciencia es suficiente, incluyéndolas en la lectura.
[2] Los referidos relatos de Dickens toman al asesinato como una forma de crítica social. Lo que hoy puede parecernos no tan atrevido, en la primera mitad del XIX podía ser incluso, escandaloso. Dickens, sin embargo, tenía un antecedente que había abierto brecha: El asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincy (1785-1859), publicado 15 años antes de que salieran sus cuentos en 1822, un auténtica polémica literaria que sentó precedente en la crítica social basada en la violencia.
[3] Dickens se divorció en 1858, en una época en la que el divorcio era un estigma social pésimamente visto, peor aun para una figura pública como él.
[4]Aun en sus tonos más oscuros, Dickens jamás logró tonos de violencia tan explícitos. La época y, tal vez, su propia ética, no lo permitieron. Sin embargo, el cinismo siempre fue uno de sus blancos favoritos. Un hombre que declara públicamente que es un asesino (como sucede en ambos relatos a los que me refiero), constituía una eficaz fórmula que aunaba violencia, cinismo y crítica. El día de hoy la literatura que intenta cumplir con esos rasgos, suele elevar los niveles de violencia (Cfr. Bret Easton Ellis con Psicópata americano, 1991) tal vez para provocar mayor consternación a un público con menores ataduras morales, y lograr así que el efecto de la diatriba se siga cumpliendo.
[5] Sin importar los estilos que Charles Dickens practicó –periodismo, cuentos obscuros o novelas cómicas—la crítica social siempre está presente. Ese tal vez sea el rasgo más vigoroso del escritor.
[6]  En El manuscrito de un loco el hermano de la esposa muerta se da cuenta de quién es el asesino, pero le cuesta trabajo aceptarlo porque ese mismo hombre le compró un puesto militar. De hecho, la hermana casa con el “loco” por asuntos estrictamente monetarios para su familia.
[7] La confrontación del moralista es otro de los recursos más característicos de Dickens. Una necesidad por incluir activamente al lector y hacerlo que tome partido. La estratificación social, la pobreza y la ostentación de la riqueza eran atacados de manera sistemática.

miércoles, 18 de abril de 2012

El Pasado como tortura: sellos generacionales y memoria desafinada


El pasado como tortura
Impresiones del pasado (fotograma de Aparecidos)
Disculpen el siguiente arranque con hedor a egocentrismo pero prometo que viene al caso. Durante los tres o cuatro meses dedicados a la promoción de mi novela Imbéciles anónimos (Mondadori, 2011), una mañana de domingo vi una película que me agitó: Aparecidos (2007), escrita y dirigida por alguien que firma sus creaciones con el mote de Paco Cabezas. La había rentado casi al azar –nada sabía del director–, convencido solo por la trama que venía en la síntesis: “Malena y Pablo, dos hermanos que recorren Argentina, descubren una noche un diario que relata unos crímenes cometidos veinte años atrás. Esa noche el pasado y el presente se entremezclan. Ante la impotente mirada de los dos hermanos, una familia es perseguida, torturada y exterminada siguiendo paso a paso los hechos descritos en el diario.”
            Antes de ver la película, ya presentía algo muy familiar. La historia general y la personal me asistieron. Convirtieron mi inquietud en curiosidad. Va entonces otro rasgo personal que nada tiene que ver con la petulancia: desde mis dos años he sido criado por un padre argentino. Ello, además de cualquier deducción que deseen hacer, me ha acercado de manera inevitable a la historia y cultura sudamericanas. En concreto a la de sus exiliados en México. Así, todos aquellos que estén más o menos enterados del pasado argentino, sabrán que las palabras perseguida y torturada tienen un trasfondo grave, muy grave. Si entonces se piensa que esas palabras vienen a describir el argumento de una película de terror que sucede en aquél país, un filme de fantasmas –en el sentido fantástico, no en el histórico–, entonces los sentimientos se confunden y pueden alcanzar cierto tono de irritación. Algunos historiadores saben que la elección de las palabras para formar un discurso histórico afecta incluso la inclinación ética. Que el peso de los vocablos más que depender del contexto en el que estén insertos, crean ese contexto que puede ser nostálgico, irónico, acusador, panegírico y un largo etcétera.[1]
            Entonces, faltaba solo saber qué tipo de discurso presentaba Aparecidos. Casi desde un principio, sospeché que aquella película no se trataba de una burla, ni mucho menos. Tal vez todo lo contrario. Tal vez una lectura mucho más terrible. Y que justamente hacía hincapié en el poder que la narrativa tiene en la historia. En la forma en la que nos acordamos del pasado.

El argumento y el discurso histórico
Previsión de lo inevitable (fotograma Aparecidos)
Abundando en lo que la sinopsis de la película dice, es imprescindible señalar que Malena y Pablo son dos hermanos que viven desde su infancia en España. Es necesario decir que nacieron en Argentina y que se fueron al país ibérico por circunstancias poco claras, pero que tienen que ver con la dictadura militar. Importante saber que el regreso a Argentina es porque su padre lleva en coma ya varios años y es menester tener la firma de dos familiares para desconectarlo. Al respecto, hay una diferencia de opiniones entre los hermanos. Malena es cinco años mayor que Pablo. Malena conoció a su padre. Pablo no recuerda nada de él. Malena no le tiene cariño a papá. Papá en algún momento le dijo que hubiera preferido tener un varón, no una niña. Pablo quiere saber más de su padre. Le guarda el profundo cariño que se le tienen a las cosas que no nos han afectado. Además, quiere palpar su propio pasado. El que no recuerda, el que no sabe cómo vivió. Recordar para hacerlo existir. Malena por el contrario, quiere regresar a Madrid lo más pronto posible. Pablo le propone un trato: hacen un viaje al sur de Argentina, a la vieja casa de sus padres y él firma la responsiva que desconectará al padre y dejará libres a los hijos.
            La diferencia de opiniones marca, casi desde el inicio de la película, dos posturas frente al pasado: el recuerdo y el olvido. Frente a un hecho histórico tan brutal como la dictadura, en donde la realidad histórica permea y quema como ácido a la memoria personal, las dos opciones suceden. ¿Es mejor recordar u olvidar? El olvido conlleva el peligro de la repetición. El perenne recuerdo, el riesgo del estancamiento.
            Los hijos emprenden entonces el viaje en el antiguo auto de su padre, máquina del tiempo real que, además, tiene una pavorosa sorpresa: en uno de sus resquicios metálicos hay un diario. El diario contiene las detalladas descripciones de un asesino que atrapó en cierto hotel a una familia. Madre embarazada, padre e hija. Mató al padre y secuestró a las mujeres. Al hijo, obsesivo compulsivo de la memoria, se le ocurre una gran idea: ir a dormir al mismo hotel donde hace veinte años ocurrió aquél secuestro.
Hayden White
            Desde que los hermanos llegan, el pasado se confunde con el presente. Literalmente. El evento: la llegada del asesino al hotel donde se refugiaba la familia, la muerte del padre ocurrida en el cuarto, el secuestro de la madre y la hija. Todo se repite sólo para los ojos de los hermanos. Cuando estos se dan cuenta de lo que sucede, ansían interrumpir los sucesos. Rescatar a la familia, detener al asesino. Pero la tarea es ociosa. El pasado es expugnable pero ya no modificable. Pasan algunas noches en el hotel, Una y otra vez sucede el secuestro y las muertes, con mínimas variaciones. La reacción de Malena es irse, regresar a su país. Olvidar. La de Pablo es quedarse, intentar salvar a las víctimas por enésima vez. Ahora, su papel, más que recordar, comienza a convertirse en la intención de alterar los hechos. Pero las víctimas jamás pueden ser rescatadas: no importa si las sacan a tiempo del hotel, inevitablemente, a la hora marcada en el diario del meticuloso asesino, estén donde estén, mueren. ¿Qué queda entonces? ¿Cómo actuar ante la brutalidad cometida? Queda solo analizar como un observador. No actuar como un héroe. Eso es lo que se hace frente a lo intangible. Es el único recurso que existe para ser partícipe del pasado. En la Historia como en el moderno Ulises de James Joyce, el héroe fracasado porque solo observa, es lo más cercano que hay al superhombre.
            Malena y Pablo intentan entonces dar coherencia a los eventos. A las contradicciones del pasado-presente. Como si hubieran leído a Michel Foucault –o más bien, como si Paco Cabezas, el director, lo hubiera hecho--, siguen al pie de la letra las instrucciones:
Al discurso que analiza, la historia de las ideas le concede de ordinario un crédito de coherencia. ¿Comprueba, acaso, una irregularidad en el empleo de las palabras, varias proposiciones incompatibles, un juego de significaciones que no se ajustan unas a otras, o unos conceptos que no pueden sistematizarse juntos? Entonces, procura encontrar, en un plano más o menos profundo, un principio de cohesión que organiza el discurso y le restituye una unidad oculta.[2]

El propósito del asesino comienza a alejarse entonces de los característicos argumentos de las películas del género, y comienza a otorgar otro tipo de terror. De horror. Malena y Pablo revisan diarios pretéritos, atan cabos. Vuelven coherente el discurso, echando mano de su propia memoria. De su experiencia individual. La experiencia individual, de hecho, y como siempre pasa con cualquier historiador, es la que determina el panorama histórico más amplio. La búsqueda individual, por cierto, es perfectamente compatible con la intención de buscar la verdad.
Michel Foucault
            Lo que descubren no es agradable. El asesino inevitable, incansable, repetido, es su padre. El que está en coma. Su padre médico que formaba parte de los escuadrones de hombres en bata blanca que medían la resistencia. El dolor que un torturado podía soportar sin que se le parara el corazón. Para poder sacarle información. Para poder seguir torturándolo. La familia asesinada, secuestrada, es de desaparecidos. Estaban en la huída y el padre de Malena y Pablo fue a su caza. La coherencia histórica que los hijos van desentrañando no termina ahí. Completamente sobrepuesto el pasado y el presente, Malena y Pablo pueden llegar a la cámara de torturas que su padre tenía en el pasado. No es tan difícil: la cámara estaba ubicada en el sótano de su propia casa. Como si los cimientos de todo presente individual, fueran una oscura historia colectiva. Pueden ver a su padre sumergiendo la cabeza de la madre embarazada en una tina con agua inmunda. El pasado y el presente se conectan de violenta manera. En la confusión de tiempos, de análisis e intentos fallidos de rescate, Malena también es torturada. El padre la confunde con una insurrecta más. La cree habitante adulta de 1980, cuando Malena tenía, en realidad, sólo seis años. Malena y la madre embarazada comparten el encierro. Ya nadie puede salvarse. Y entonces sucede la estocada final del director: Malena observa a la mujer embarazada, recostada en una plancha mientras le practican una cesárea no voluntaria. Malena se da cuenta que su padre, el doctor, toma al hijo. Es un hombre. El varón que siempre quiso. Malena se da cuenta que ese recién nacido es Pablo. Su hermano que es medio hermano.
           
La re-visitación al pasado
Desaparecidas (fotograma de Aparecidos)
Algunos historiadores no terminan de comprender la importancia de la narrativa en la historia. Esto, además de dejar en claro que no han pasado por Hyden White o Michel Foucault, puede ir en detrimento de sus propias producciones históricas. La narrativa, imaginan, sirve para hermosear el discurso histórico. Para volverlo agradable. Y por ello, en el fondo piensan que es prescindible. Sobre todo aquellos historiadores que están convencidos de tener un sesgo más científico. Lo bello, las bellas artes, la narrativa –están convencidos—poco tienen que ver con la seria y científica búsqueda del verdad en el pasado. Sin embargo, pierden de vista el objetivo fundamental de la narrativa en la historia: la exactitud. Siete palabras mal utilizadas pueden ser desechadas si se encuentra una sola mucho más exacta, que transmite mejor lo que se necesita decir.[3] Y el discurso que (bien) emplea la narrativa, puede llegar a ser más exacto. Exacto como en esa ciencia que (aún) hoy varios historiadores quieren emular. En este sentido, el uso puntual de la narrativa, tal vez provea al texto histórico de mayor “cientificidad” que un texto colmado de notas al pie, el aceptado recurso científico por excelencia en las ciencias sociales.
De la misma manera muchos historiadores están convencidos de la objetividad de sí mismos. Esta discusión, como la anterior, también ha tenido muchos ecos a lo largo del siglo XX. Es arcaica. Pero incluso hoy, sigue sorprendiendo a los historiadores más aislados. Las palabras elegidas para suministrar el discurso histórico, de manera inevitable, son tendenciosas. Aquí aparece un adjetivo que quiere convencer al lector de que tal cosa es cierta. Aquí un sustantivo que busca ponerlo en guardia frente a esa otra teoría. Más allá una oración que intenta hacer resaltar este argumento porque el historiador la cree, en verdad, importante. En todo discurso histórico sucede. Se hace de manera más o menos consciente, pero sucede.
            En el caso de Aparecidos, las herramientas de la narrativa no sólo se comprenden, sino que se utilizan de manera deliberada para varios propósitos. El más áspero de todos tal vez sea recrear el terror histórico de la dictadura argentina, utilizando las formas narrativas del cine de horror. Traducir y magnificar las consternaciones de un fragmento de historia para un número de gente mayor. Y dentro de estas personas, las que pertenecen a generaciones posteriores al hecho, que no recuerdan aquellas dictaduras porque no las vivieron. Modernizar aquél terror que ha perdido intensidad. El olvido siempre ocurre, pero el discurso histórico acendrado en su potente narrativa, lo revive. Y en este caso debemos ser claros en una salvedad: una película sobre historia, no es un ensayo histórico. Tiene mayor libertad. Puede permitirse inexactitudes a favor de un efecto más vigoroso. Se aleja de la obsesión científica, aunque puede establecerse en sitios más conmovedores y reveladores. No tiene el deber ético de buscar la verdad, pero muchas veces nos obliga a apreciarla mejor.
La memoria y su laberinto
            Varias líneas después regreso al principio de este texto, y a  la novela que escribí. La película de Paco Cabezas también me sorprendió esa mañana de domingo, porque encontré muchas coincidencias –en cuanto a recuperación de la memoria–, con el episodio histórico que mi ficción intenta recrear. En Imbéciles anónimos hay una contraposición generacional: los que fueron jóvenes en el mítico y rebelde 68 versus los que fuimos jóvenes en la década de los ochenta y noventa. Generalmente padres e hijos. Un mismo episodio evocado desde dos recuerdos disímiles. La alquimia histórica –aunque sometida a los parámetros literarios–, le provocó cierto entusiasmo a un amigo y colega historiador de apellido Camarena. En especial, una constante que Camarena descubrió en la novela, y que sugiere que el rescate de cualquier pasado –la construcción de la memoria–, está sujeto de manera inevitable a la persona que rememora. Parece una simple premisa, pero tiene sus recovecos. El entusiasmo de mi amigo fue contagioso. Buscando, encontré una sentencia del hoy multi citado Walter Benjamin, en donde insistía con mucha exactitud en que la memoria de un evento o un proceso iniciaba desde el presente. De manera inevitable. Una postura histórica similar a la propuesta de Aparecidos. Otra coincidencia más entre la película y la novela, es el uso de la violencia como recurso narrativo. Recurso que, por otra parte, se encuentra presente en numerosas creaciones de los autores nacidos en los setenta. La vorágine histórica gira, en ambos casos, en torno a un asesino. El homicidio es el detonante del contexto y alcance.
       Sin embargo, también existen diferencias. Mientras el director rejuvenece y actualiza un tema, mi intención era agregar un testimonio sobre un hecho concreto. La propuesta de Cabezas es más osada. Defragmenta un evento histórico para reconstruirlo a partir de los criterios del cine de terror. Lo mío se acercaba más a desarrollar una óptica –la de los hijos de los vigorosos activistas—que sólo hasta ahora se podía contar, no por cuestiones de censura, sino por el tiempo que la madurez tarda en fraguar. Y mientras en mi visión hay un reclamo, el filme de Cabezas se acerca al homenaje.[4]
            Aún así, el enfrentamiento que sucede en la película entre padre e hijos, determina victoria para los segundos. El padre histórico es evadido después de haber sido revelado. El padre actual, el que está en la camilla del hospital, es desconectado. La metáfora es ilustrativa: frente al pasado no se puede hacer nada, solo analizarlo. Pero ese mismo pasado, una vez comprendido cabalmente, se vuelve un poco más inofensivo. Tal vez tenga que ver con una segunda metáfora, esta de Elías Canetti, enunciada al recibir el Nobel de literatura en 1980, y que se refería a otro episodio igualmente terrible: las guerras mundiales. La necesidad de no olvidarlas. Canetti insistía en que operaran manos y brazos. Que manipularan piernas y pies, pero que, por favor, dejaran intacta la memoria. Y la memoria intacta tal vez sea aquella que nos toca porque acepta las trampas que la evocación tiene.
Entonces, magnificando estos timos de la memoria –incluso jugando con ellos para mantener al episodio arcaico en uso–, viene una tercera y última metáfora. Pablo y Malena han sobrevivido. Están de regreso en Buenos Aires. Sobre el mismo auto-máquina del tiempo que perteneció al padre. Pero la aplastante presencia del pasado ha diluido su misterio. Ha sido comprendida. Se acepta como un compañero que debe estar presente, vigente. La escena final: la cámara comienza a elevarse por encima del tráfico que se encuentra detenido. Al lado de cada coche de Buenos Aires hay un fantasma. Un familiar desaparecido en la dictadura que gracias a las artimañas del discurso histórico, fílmico, se vuelve en un aparecido. Un aparecido para la historia más reciente.

La creación de la memoria generacional
Loops: la repetición de la información
Para varios de los que nacimos en la década del setenta, la música electrónica se convirtió en estandarte generacional. Y uno de los recursos de la música electrónica es el Loop. Un fragmento musical, la mayoría de las veces tomado de discos con dos o tres décadas de antigüedad, que se repite en círculo y crea una nueva melodía. Más repetitiva, más sintética, más potente. En esa propuesta electrónica se están escuchando, en realidad, fragmentos del pasado que han sido modificados y regresan re hechos y vigentes.[5] No creo que este reciclaje del pasado se traduzca en una capacidad por percibir la historia de una manera más ecuménica. Lo que sí puede ser posible es que seamos generaciones adaptadas a la incesante cascada de información. Mucha de ella inútil, trivial, incluso adulterada, pero que de manera inevitable otorga cierta comprensión de la inmensidad. Y en esa inmensidad se cuela, de vez en cuando, el pasado. Analizado, adulterado o re inventado. Es decir: como lo han utilizado todos y cada uno de los historiadores.
            Para la gran mayoría de los escuchas nacidos antes de 1970, la música electrónica rica en loops, no es otra cosa que el soundtrack del infierno. La detestan. Les es ininteligible, grosera. No se a cuantos espectadores de Aparecidos les habrá sucedido más o menos lo mismo. Pensar en la propuesta fílmica como trivialización de un terrible proceso histórico. Y el CV de Paco Cabezas no ayuda. Fue, por ejemplo, guionista para Spanish movie (2009), una de esas películas de parodia en donde la idea es burlarse de un conjunto de películas con rasgos similares. En este caso, el blanco era la oleada de cine español que invadió varias de las salas en occidente: El laberinto del fauno, Mar adentro, El orfanato, Volveré. Proyectos de esta magnitud nos cuestionan sobre la capacidad de Cabezas para re interpretar el pasado de los exiliados, de la dictadura argentina. Nos hace preguntarnos si solo lo utiliza —en el sentido más utilitario de la palabra—, para entretener –en el sentido más pueril—a su audiencia. Incluso, si nos guiamos por un par de entrevistas que le hacen[6], el tono de liviana inconciencia con el que habla de su propia filmación, asemeja a un gigantesco y pesado camión, manejado por un ciego.
            Sin embargo, también puede tratarse de una premisa que nos regresa a la música electrónica, al Hip Hop. Esta última propuesta melódica, se desenvuelve entre la rebeldía cultural y la mercadotecnia. Su camino inicia, justamente, en la sedición política del 68 y culmina en la mercadotecnia de casi todo producto cultural en el nuevo milenio. En el mejor de los casos, el Hip Hop logra que la insurrección se valga del marketing, logrando nuevos alcances para su rebeldía. En el mejor de los casos también, esa rebeldía sustituye el discurso político por la propuesta estrictamente cultural. El Hip Hop es una de las columnas culturales más sólidas para los nacidos en los setenta. Bajo esta fórmula, hacen sentido los detalles en Aparecidos que nos hablan de un sondeo más profundo. Que superan el más silvestre entretenimiento. Varios datos engarzados con el misterio del thriller, resultan incomprensibles para el espectador que no tenga las nociones más básicas de la historia de la dictadura argentina. De la misma manera, el final de la película, poético dentro de una macabra estética, sin duda deja perplejo al espectador promedio de las películas de acción. Aún así, puede tratarse de algo peor. Tal vez sea que mi propio pasado se interpone y desea interpretar una película sin mayor trascendencia como algo más grave. Una vez más, el mundo personal y el universo de la historia contagiándose.
Vuelta entonces al orbe personal para recordar cómo, desde que mi madre decidió formar pareja con un exiliado argentino, mi realidad inmediata se modificó. Mis amigos de la infancia tenían nacionalidad argentina, chilena. Mi primera novia fue uruguaya. La melànge cultural me acercó a pasados que no eran míos. La ética vino engarzada con las visiones ideológicas de izquierda, con los dolores de un continente que estaba obligando a su gente a vivir en tierras ajenas. Finalmente lo ajeno termina siendo propio.
            Muchos saben que una generación es un modelo armado para facilitar explicaciones. Es síntesis y no se puede esperar que aglutine todas las tendencias y capas de un enorme número de gente nacido en años cercanos. Aún así, resulta útil para dotar de cierta personalidad a esa gente que, por oleadas, va apareciendo en este mundo. Sobre todo para intentar explicar referentes culturales y sociales. Y aquél exilio sudamericano, sin duda fue un referente cultural constante en varios de los miembros de mi generación. Así, tal vez no me debería de haber sorprendido tanto leer la novela El cuerpo en el que nací[7] de Guadalupe Nettel (1973).

            Leí ese libro, junto con algunos otros, después de que la revista Nexos (diciembre, 2011) sugiriera, en opinión de algunos de sus críticos, las mejores ficciones de ese año que terminaba. Amplia y  nueva sorpresa: varios de los libros propuestos eran de autores nacidos en los setenta. La parte histórica me impulsó entonces a leerlos en busca de una sintonía generacional. Los acordes y tonos de la memoria. En el caso de Nettel, la encontré. Mucho sirve que la autora explore el género de la autoficción, término sin duda en boga[8], y que Mauricio Montiel, en su papel de presentador, aplicó a mi propia novela. Así, nos enteramos que Nettel vivió una temporada en Villa Olímpica, declarado reducto de exiliados sudamericanos en los ochenta. Nos entera que percibió con vigor esa época plagada de libertades sexuales y aperturas de pareja –que tal vez nos tornó a sus hijos en seres un poco más conservadores–. Al respecto, Nettel nos describe cierto semblante de su madre:
No leía libros sobre educación (seguramente pensaba que nadie podía enseñarle), en cambio leía religiosamente a Wilhem Reich y su teoría del orgasmo como curalotodo. Mientras mi hermano y yo construíamos castillos de arena en las playas a las que nos llevaba mi padre, mamá tomaba seminarios en Santa Bárbara sobre cómo desbloquear su energía sexual, cuando en realidad le habría venido mejor un taller para aprender a contenerla.[9]

La imagen me resulta cercana. Wilhem Reich y no otro de los muchos ideólogos que había en su momento, aparece también un par de veces en Imbéciles anónimos. Avancé en la novela de Nettel, y en algún momento me pareció tan cercano el panorama descrito, con hijos de exiliados sudamericanos por todos lados, que pensé que era inevitable la aparición de una Paula. Y la hubo. Paula es el nombre que más recuerdo de niño. Había Paulas por todos lados. Y todo lo anterior no quiere decir, por supuesto, que el exilio sudamericano sea el sello de los nacidos en los setenta. Nada de eso. Pero la influencia de ese hecho es clara y a veces contundente:
Los niños de Villa Olímpica, al menos, los niños de nuestra generación, los que nosotros conocíamos y con los que mi hermano y yo jugábamos por las tardes, tenían una personalidad doble, o por lo menos una doble cultura: en los jardines y en la plaza hablaban con acento y expresiones mexicanas pero al llegar a casa se comunicaban en perfecto porteño o santiaguino, comían pastel de papa con arbejas y pedían que les alcanzaran el zapallo.[10]

Villa Olímpica, DF: entrada en más de un sentido
Tal vez por ello la película de Cabezas me significó tanto. Tal vez por ello hubo un álbum estupendo de Hip Hop mexicano llamado Poncho Kingz[11] que vendió 40 mil copias. Tal vez por ello, el término Argen-mex nos es familiar. Consecuencias de la apropiación de la otredad. Dos historias nacionales que aterrizan en una misma geografía. La historia y su injerencia en el orbe personal. Y Guadalupe Nettel, siguiendo la sentencia de Benjamin, también reconstruye su historia desde su infranqueable presente. Y ese presente es complejo. La cercanía con el exilio no significa que todo aquél que jamás estuvo en contacto con sudamericanos –o centroamericanos o españoles–, no pueda comprender cabalmente el trasfondo de este referente. Más allá de las nacionalidades hay un hecho –histórico, cultural—concreto: varios miembros de la generación nacida en los setenta estuvieron en contacto, de alguna manera, con toda una ideología rebelde que tenía que ver con el 68, y que cobró nuevo aliento una década después con las ideologías que nos trajeron estos escapes de las dictaduras.
            Pero, contrario a lo que muchos desearían creer, ese contacto no se reduce a una pasiva prolongación de aquellos ideales. No es un asunto de hijos pensando igual que sus padres. Incluso es posible que buena parte de la gente que hoy alarga, incólumes, las convicciones rebeldes gestadas hace más de treinta años, sea justamente la que tuvo una infancia alejada de aquel orbe. No se empacharon. Les parece una aventura novedosa a pesar de haber sido ideada hace tiempo. Y esto tiene que ver con realidades menos políticas y más complejas. Tiene que ver con el hecho de que a pesar de que la memoria se construya desde el presente, ello no significa que ese presente establezca un coro que sostenga la misma convicción. La memoria es todavía más compleja. Puede no ir a tono con la certeza de los padres, ni con el entusiasmo de los prolongadores. Por ello es desafinada. Es el cambio de opinión frente a un acontecimiento que se consideraba inequívoco. Son los niños que se convierten en adultos y tienen una opinión diferente. Es la construcción de una nueva memoria. De un nuevo sello generacional. Es la autoficción como manera de regresar a eventos históricos para narrarlos desde otra perspectiva. Es la literatura como parte esencial de la historia. Es el presente siempre… presente. Al saber lo que Nettel está escribiendo, y según la misma autora, su madre le dice: “Seguro hablas mal de mí. Lo has hecho toda tu vida.” Los discursos son inevitablemente históricos, y como históricos que son, existen más de uno.
La aparición de la queja, del tono desafinado, solo es posible con la maduración. Así, la niña Nettel es analizada por ella misma años después: “Durante todas esas conversaciones preparatorias yo había mostrado la máscara de la hija comprensiva que en vez de reaccionar razona y prefiere mutilarse un dedo antes que contrariar a sus ya contrariados padres.”[12]. La fragua de una voz generacional que recuerda de manera distinta un evento del pasado que vivimos desde la segunda fila. La voz de esa “hija comprensiva” comienza a embarnecer y a discrepar. Nettel deja de representar la comprensiva postura que Pablo tiene en Aparecidos. Comienza a tornarse en una Malena que entiende las fallas de su pasado, le duelen y las analiza. La coherencia en el discurso histórico, elaborada en la cabeza de los actores, aquella de la que habla Foucault, es sustituida por otra coherencia, la de los hijos. Ambas diferentes. Ambas correctas.
            Cierta vez me topé con Guadalupe Nettel en un sitio de Coyoacán destinado para los niños. Ella iba con sus hijos. Yo iba con mi hija. No había leído aún El cuerpo en el que nací, pero el día de hoy, combinando ambos eventos, me surge una duda final: ¿no nos estaremos quejando demasiado? ¿No estaremos llevando nuestro hedonismo a grotescos sitios rebeldes? Ese hedonismo que tanto analizó para nuestra generación el sociólogo francés Gilles Lipovetsky. Me queda claro que vulnerar límites es parte del progresismo. Así lo indica la historia de la cultura. Pero si esto es correcto, habrá que preguntarse cuáles son los límites que nos falta transgredir, o cuáles jamás deberían ser rotos. Y al respecto, pensando de nueva cuenta en los hijos –que fuimos, que ahora tenemos–, aparece algo parecido a una convicción: ya serán esos niños los que se encarguen de señalarnos nuestros errores. Nuestras limitaciones. Espero que lo hagan. Espero que su desafinada memoria sea reflejo de una mente sana en el sentido en que Vargas Llosa la imaginaba:
¿Mente “sana”, eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara. Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, una mente “sucia”, malos pensamientos, floración de imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido y a renovar lo conocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga.[13]

El pasado y la memoria no son ese panorama acartonado que muchos políticos e historiadores insisten en imaginar. No son gráficas inalterables, certezas inamovibles. Es una pleamar más compleja. Son eventos generales infectados por la memoria individual. Es contraposición de opiniones. Es inevitable narrativa. Y para lograr algo cercano a un eficaz discurso histórico, a una convicción generacional, es necesario contar con la precisión que sólo el arte nos puede otorgar.

Publicado originalmente en Nexos (abril 2012)

Referencias
Nettel, Guadalupe, El cuerpo en que nací, México, Anagrama, 2011, 196 pp.

Foucault, Michel, La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 2010, 273 pp.

Chang, Jeff, Can’t Stop, Won’t Stop: a history of the Hip Hop Generation, New York, Picador, 2005, 560 pp.

White, Hyden, The Content of the Form: Narrative Discourse and Historical Representation, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1987, 245 pp.

Cabezas, Paco, Aparecidos (antes Noctámbulas), España-Argentina, 2007





[1] Hayden White abunda profusamente en el vigor que la narrativa tiene dentro del discurso histórico, y como, de inevitable manera, modifica la percepción y presentación de los hechos históricos. Cfr. The Content of the Form: Narrative Discourse and Historical Representation. (Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1987).
[2] Michel Foucault, La arqueología del saber (México, Siglo XXI editores, 2010, p. 195.)
[3] Tomemos en cuenta, por ejemplo esta frase que acabo de escribir: “transmite mejor lo que se necesita decir.” Originalmente pensé escribir: “transmite mejor lo que se quiere decir.” La diferencia es que cuando un historiador escribe, hay ideas, hipótesis o conclusiones que quiere decir y otras que necesita decir. Las que quiere, generalmente corresponden a la inclinación de un entorno más individual, tal vez allegado a intereses personales. El querer como continuación de un orbe personal. Las que necesita decir, corresponden más a un orbe ético. Es necesario decir esto, se piensa, para que el lector entienda cabalmente tal proceso histórico. Se acerca más a la responsabilidad que al deseo, que al querer. Por lo mismo el “necesita decir” nos acerca más a la ética del historiador.
[4] Más adelante se ahondará en esto, pero desde ahora es necesario recordar que hay muchas diferencias entre la dictadura argentina y sus rebeldes, y el 68 mexicano. Diferencias incluso cronológicas. Sin embargo la conexión entre unos rebeldes y otros fue vigoroso en México como en otros países. El exilio sudamericano encontró reciprocidad con los aires rebeldes posteriores al 68 nacional.
[5] El origen de muchas de las técnicas musicales de la electrónica se encuentran en el Hip-Hop. En el libro Can`t Stop, Won`t Stop: a History of the Hip Hop Generation (Picador, 2005), Jeff Chang detalla algunas de ellas incluyendo al loop. Y más interesante aún, relaciona el nacimiento de estas vanguardias sonoras con los eventos históricos que sucedieron desde 1965 al último cambio de siglo.
[6] Una de ellas aparecida a propósito de Aparecidos en la revista electrónica Cine Fantástico (www.cinefantastico.com/entrevista.php?id=49)
[7] Publicado en 2010, el mismo año y con pocos meses de diferencia de Imbéciles anónimos.
[8] Tal vez desde que Philippe Lejeune lo aplicó a varios libros de literatura escritos y publicados en los últimos años franceses.
[9] Guadalupe Nettel, El cuerpo en que nací, México, Anagrama, 2011, p. 42.
[10] Idem, pp. 63-64.
[11] Grupo creado en México por integrantes de diversas nacionalidades, muchos de ellos, hijos de exiliados. Su primer álbum fue Plan de contingencia (1997).
[12] Guadalupe Nettel, El cuerpo en que nací, México, Anagrama, 2011, p. 38.
[13] En Los cuadernos de don Rigoberto, México, Alfaguara, 2010, p. 128.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Texto de presentación de mi novela "Imbéciles anónimos" en Bellas Artes.


Queridos Elías, Carlos y Marsé, querida Suza:

Las siluetas de Elías, Carlos, Marsé y Suza indelebles en la portada
Han pasado más de cuatro años desde la última vez que nos vimos. Desde que nos despedimos en la casa que no tiene vecinos. La casa en la barranca de Cuernavaca. La que tiene un cadáver. Ahora les escribo desde este mismo lugar. Les tengo malas noticias: desde la casa, a lo lejos, ya se pueden ver algunas construcciones. La soledad de esta barranca comienza a ser espejismo del pasado. Las dos o tres casas que se ven a lo lejos, en medio de los árboles parece que están agazapadas. Como si hubieran llegado huyendo y permanecieran ahí, asustadas.
            Y así, desde la última vez que nos vimos, parece que muchas cosas han huido. Que se han escapado. Tal vez demasiadas.
            Querida Suza, te tengo una noticia: tuve una hija. Contrario a lo que te podías imaginar, ha resultado el giro más interesante de mi propia historia. Es difícil hablar de hijos sin que un cliché se escurra por los labios. Y sabes el mal humor que los clichés me provocan. Aún así, es necesario decir, al compás del lugar común, que hoy no hay absolutamente nada más importante que mi hija. Los hijos, me di cuenta, derrotan al ego. Y, como tantas veces repetiste, querido Elías, el ego sometido es también una forma de madurar. Espero que tengas razón.
            Sin embargo, la presencia de mi hija en la vida no significa que haya logrado todo lo que antes habíamos criticado. El día de hoy no hay una casa, dos coches, un perro, ni la transmisión dominical del fútbol, como hace cuatro años creíamos que le sucedía a la gente que se asentaba. Que tenía hijos. Vaya, no hay ya ni siquiera una vida en pareja. Tanto así han cambiado las cosas en estos cuatro años. Pienso entonces que tal vez las ideas de juventud y madurez cambian imitando al vértigo. Son imparables conforme nuestra propia madurez llega. No me pregunten si es un asunto de tranquilizarse o rendirse. No lo sé.
            Así, Carlos querido, me desbandé de esa “imbecilidad necesaria”, como llamaste al matrimonio. Ahora que lo pienso, ustedes que son expertos en separaciones de parejas tal vez me podrían haber ayudado a mí a resolver mi propio galimatías. Pero las separaciones de estos últimos años, iniciaron con ustedes. Fue el adiós a muchas, muchísimas cosas. Y la verdad es que pensé que con eso se saldaban las despedidas, se finiquitaba a la nostalgia, pero creo que las continuas despedidas forman parte de un “por siempre”. No me pregunten si es una postura pesimista o serena. Una vez más: no lo sé.
            El país también se ha despedido de muchas cosas. Es otro por competo. Tal vez no lo reconocerían. Es como si de pronto se hubiera plagado de Comandantes Gutiérrez. Como si la amenaza que sufrieron aquella noche en esta casa fuera la nueva normalidad. Como si el acto de irrumpir con armas, con la crueldad como la insignia mejor respetada, fuera algo corriente. Demasiadas cosas nos parecen normales hoy. Cifras que en realidad son muertos. La colisión de los diferentes méxicos que tanta sorpresa y dolor les causó a ustedes, el día de hoy ya ni se comenta. ¿Por qué escribir sobre muertes en un país donde hay demasiadas?, me preguntó hace unos días una persona que se interesó en nuestra historia. Contesté que cuando acabé de escribir nuestra historia, el México de hoy no existía. Pero aún así, estoy convencido que se escribe sobre la muerte para darle la dimensión que le corresponde. Una muerte no es un 1. Dos muertos no son 1 + 1. Un muerto es el dolor causado a mucha gente: conocidos, amigos, familiares. Es depresión y desesperación. Una sola muerte es la avalancha de la desgracia. El poder de la tristeza. Y ahora, es también la ausencia de indignación frente al terror.
            Tú sabes de realidades, querido Elías. Chocaste contra unas cuantas. Pues ahora puedo decirte que esta realidad, que ya no conociste, hace que muchos fracasos también nos parezcan normales. Que la huida sea casi un estereotipo. Casi un cliché. Como las casas asustadas en medio de la barranca, como las separaciones de pareja. ¿A quién le puede interesar vivir con alguien más cuando la realidad nos obliga a estar en eterno escape? Tal vez sea como dice Julian Barnes, tal vez cuando el amor fracasa hay que echarle la culpa a la historia del mundo. Pero esa es una frase que provocó otro libro, no aquél en donde aparece su historia. Lo que sí puedo decirles es que mi presente conmina al escape, aún al abandono. No se si es cobardía o sobrevivencia, de verdad, no lo sé.
            Así, desde que nos dejamos de ver han sucedido muchos “adioses”. Y con los “adioses”, emerge la nostalgia. Y la nostalgia tal vez debería ser el estado más honesto del mundo. De nuestro país. Más que huir, recordar. La nostalgia general. La nostalgia particular. Hay nostalgia de amistades que se creían a prueba de hierro. Nostalgia por las personas que se fueron. Nostalgia por convivencias más tumultuarias. Con el tiempo, la intimidad va adquiriendo poderes que antes no imaginaba. También se la comprende como algo esquizofrénico. Porque hay una intimidad asustadiza que no quiere levantar la cabeza por miedo a que un fragmento de hierro caliente le reviente los sesos. Pero también hay una intimidad voluntaria que permite escribir novelas, pensar y darnos la sensación de que a pesar de todo existimos. Y entonces esa intimidad se vuelve la nueva compañera. La que sustituye al tumulto. No me pregunten si es madurez o depuración. No lo sé.
            “Escribe esta historia”, me dijiste, Carlos. Y en esa intimidad que apenas nacía lo hice. Pero la intimidad no significa completa soledad, de la misma manera que una historia jamás la escribe una sola persona. Aunque sea la más privada. Y por eso es necesario agradecer a mucha gente. Carlos, Marsé, Elías, Suza, en este caso, huir y escapar sería degradante para nuestra propia historia, entonces les presento a nuevos amigos que jamás conocieron:
            Les presento al equipo de trabajo de Literatura del INBA, a quienes agradezco por el premio, por la presentación, por el apoyo. Les presento al conjunto de Random House Mondadori, que se han portado de manera espléndida conmigo: Sandra Montoya, Daniela Gama, pero sobre todo Andrés Ramírez y a Wendolín Perla, los editores entusiastas que se lanzaron a esta aventura.
A José Joaquín Blanco, el primer lector de nuestra historia. Crítico sagaz que no perdona, y al que sólo me atreví a mandarle la novela, acepto, bajo el efecto de unos tequilas. Siempre he considerado a Joaquín uno de los pilares más fornidos de la cultura mexicana. El orgullo de tenerlo en esta mesa supera toda melancolía. Lo mismo me pasa con J.M. Servín, también uno de los primeros lectores del libro junto con Daniel Sada y Paloma Villegas. Las crónicas, ensayos y ficciones de Servín me parecen un Norte justo para una realidad injusta.
            Les presento a otros lectores tempranos muy queridos: Anna Ribera Carbó y Pablo Martínez Lozada, sus comentarios y su entusiasmo fueron fundamentales para que nuestra historia llegara a buen puerto. También a los viejos amigos que han sobrevivido a esto que llamamos madurez, sobre todo a Hector “El Poli” Maldonado, Claudia Guillén y Mauricio Montiel. De la misma manera, a los nuevos amigos que parecen de años: Miguel Rupérez y Celina Orozco. Todos ellos, virtudes del sosiego, de la intimidad.
Y a cuatro personas que ustedes conocen a la perfección: Lourdes y Lucio, mis mejores amigos, como siempre, y más ahora que nunca. Las mejores personas que conozco. Y Amaranta y Emiliano, mis hermanos más que por sangre por elección. Relaciones que no aceptan las distancias ni las diferencias como argumentos válidos para aniquilar el cariño.

Pensar en esta intimidad tan repleta, querido Carlos, me recuerda una sucesión de fotografías muy concreta. Me recuerda a tus propias fotos, las que encontraste en la casa del Comandante. Las fotos que te llevaron a leer unas cartas en donde el pasado se volvía presente. El poder evocador de las fotografías es parecido. Muchas veces me sorprendo viendo fotos de mi hija. La nostalgia que provoca lo que no está se convierte en algo agradable. En un recuerdo reconfortante. Algo parecido me pasa cuando evoco a las personas que ya no están. Cuando me acuerdo del contexto que rodeó a nuestra historia. El México que ya no es.
Acordarme de ustedes se convirtió en una novela. Y por ello me gusta pensar que la literatura es una evocación constante y satisfactoria. Y que cuando cierto pasado se contrapone a cierto presente, la literatura se convierte también en un recordatorio de las fallas. Recordatorio de los imponderables, como ustedes mismos se bautizaron. Es una reminiscencia pausada que debería ser fiel consigo misma. Eso resulta útil en un orbe saturado de discursos a terceros que encubren las atrocidades más vergonzosas. Esa actividad, parsimoniosa y honesta en que se puede convertir la literatura, reconforta en un mundo en el que, como leía en una revista hace unos días, ha construido un sistema en el que se compra con dinero que no se tiene, cosas que no necesitamos, para impresionar fugazmente a personas que nos importan muy poco.
El amanecer en la casa que no tiene vecinos
Leer las historias de realidades pasadas nos da un sentido de permanencia frente a lo fugaz. Nos puede vacunar contra realidades tan ásperas, en las que cualquier asomo de sentimentalismo sin ironía nos termina pareciendo cursi. Porque el sarcasmo va a tono con muchas atrocidades, pero no tiene por qué ser el único acento. Llámenme idealista, yo el que no soportaba la más mínima visión de las utopías rosas, pero me da la sensación de que esa literatura vuelta permanencia, emitida con un tono más sentimental, es capaz de lograr concordias. Concordias reales, que sólo se logran después del análisis y la crítica de la realidad, no pueril maquillaje de bestialidades. ¿Será esta creencia producto del entusiasmo o un chocheo temprano? Saben que no lo sé.
        Elías, Carlos, Marsé, Suza: estoy en la casa con pocos vecinos de Cuernavaca. Las cosas han cambiado, pero el recuerdo se mantiene. El cadáver sigue aquí. Y de alguna manera, a pesar de que hace mucho tiempo que no los veo, ustedes también están aquí. Pero no como cadáveres, sino como recordatorio de que la avenencia siempre es posible.  Mientras se siga escribiendo, haciendo literatura, muchas cosas agradables estarán presentes. Nos pondrán en relieve realidades más brutales. Nos darán recuerdos en contra de la barbarie. Eso, y no mucho más. Es esta una visión reconfortante o desoladora, no me pregunten, porque sinceramente no lo se.

Y aceptar que no se saben cosas, que no hay certeza aún en los momentos que parecen más sosegados es también una forma de madurar… creo.


lunes, 12 de septiembre de 2011

Un Mad Man en época Fringe: Historia y TV


La Segunda Guerra Mundial. El mundo norteamericano en 1960. Las elecciones de 2000 en Estados Unidos. La ciencia descrita por la ficción en el cambio de siglo XX a XXI. Temas que recuerdan lapsos históricos, pero que se encuentran empapados de enfoques contemporáneos. Los eventos del pasado desacralizados, volviéndose propiedad de un número de gente que supera a la academia, a los especialistas. Las historia analizada, revisada, si afán docto. Sin miedo a cometer excesos subjetivos. Afortunadamente.
            Dos series de televisión. Dos libros. Y en todos ellos la palpable relación del presente con su pasado. Pero sobre todo el presente enfocando al pasado. Resaltando algunos rasgos, a algunas fobias y filias contemporáneas. El pasado haciendo relucir las obsesiones y nostalgias del presente.

Morales lejanas

En Mad Men, serie ideada por Matthew Weiner, se reconstruye el norteamericano mundo de la publicidad ubicado en los alrededores de 1960.[1] Atestiguamos el arranque de un tipo de empresa que inauguraría un estilo de vida: el orbe de los publicistas. Trabajo que, a través de la creación de necesidades, impondría en lo que queda del siglo XX una manera de vivir. La construcción del nuevo ideal de consumo. El neurótico y por ello inalcanzable querer ser del hombre moderno. Sin embargo, esa no es ni la única ni la más importante información histórica que se puede acariciar en esta serie. El encanto que le ha provocado a varios cientos de seguidores en el mundo, tal vez tenga que ver con referencias más sutiles. Más íntimas. En cincuenta años han cambiado muchas cosas. Y han cambiado para muchas personas. La familia, el papel de las mujeres, de los hombres. Las situaciones que se recrean en Mad Men, están cargadas de sutilizas que nos hacen sentir el paso del tiempo. Mad Men es una burbuja temporal que nos hace hincapié en la manera en que la vida cotidiana ha cambiado. Es el mundo antes de la revolución sexual, de la paulatina liberación femenina, de la sensibilización de los hombres. Es la historia de una sociedad carente de pedagogía, que veía a los hijos como molestas reproducciones de los adultos, aunque más salvajes y en donde la enseñanza de la disciplina era el pretexto perfecto para someter. Un mundo que nos señala cómo las cosas pueden cambiar en tan poco tiempo, al menos para ciertas franjas sociales. Así, Mad Men estimula conmociones. Nostalgia y recelo son dos de los sentimientos que la serie puede provocar.
El papel del hombre, atomizado en Don Draper –director creativo de la agencia y personaje principal de la serie–, es tanto víctima como victimario. En la serie, los hombres son duros. A pesar de tener infancias terribles y pasados sombríos, simulan tener el control todo el tiempo. El espectador del presente suele conmiserarse de ellos cuando observan su dolorosa simulación. Las flaquezas que sus personalidades, producto de ausencias y falta de cariño, son ignoradas. No está permitido ser débil, por más vidas terribles que se hayan tenido. Aguanta. No te rompas. No te doblegues. Al mismo tiempo, el espectador del presente los detesta cuando imponen su testosterona. Gritos, groserías, desprecios que son la norma. Peleas de gallos entre ellos, sanguinaria imposición hacia las mujeres, hacia los subalternos. Gélido desdén hacia los hijos.
 Sin embargo, también sucede lo contrario. Los personajes masculinos pueden provocar una nostalgia que pocos hombres contemporáneos aceptarían, por más que la sientan. La añoranza de esos hombres recios que pertenecían a épocas determinantes. Terminantes. Nada de negociar los papeles: las mujeres se dedican al hogar, o a ser secretarias –y a acceder a propuestas que conduzcan al amantazgo con sus jefes–. Los hombres a trabajar, proveer a sus familias y a tragarse cualquier debilidad por más indigesta que resulte. No hay medias tintas. No hay extensas discusiones con la pareja sobre falta de cariño, de sensibilidad, de tiempo dedicado a los niños. Nada de sicología que analice y tome por asalto las grescas familiares. Orden brutal y ahorro de tiempo. La felicidad es discusión aparte. Discusión más siglo XXI. Y aunque muchos de los espectadores masculinos sientan esa melancolía, no pueden aceptarla públicamente: la corrección política que apenas existía en 1960, es un artilugio muy recurrido en el presente. Es otra forma de someter los sentimientos reales y disfrazarlos de normalidad. Pero el encanto prohibido está ahí. La nostalgia por lo feroz. Baste decir que  Mad Men ha logrado 17 nominaciones Emmy, convirtiéndose así en la serie más nominada del 2010.
            El lapso histórico que Mad Men retrata no es un orbe seguro. Aquellos que tienen nociones mínimas de historia, saben que algo gordo está a punto de ocurrir. La década de los sesenta está a punto de irrumpir y el orden de las cosas se trastocará. Estos primeros atisbos de cambio, se notan en los personajes femeninos. Peggy Olson es una secretaria que deviene en ejecutiva creativa. Trabajo realizado normalmente sólo por hombres. La relación entre Peggy y Draper realiza una espiral histórica. A ella le cuesta tanto trabajo su nueva posición como a Draper le costó despegar a partir de sus carencias. Peggy, entonces comienza a hacer lo mismo que Draper: tragarse las inseguridades, congojas y frustraciones. Comienza a volverse dura. Una mujer pública que renuncia a su vida privada –niega a un hijo que sólo interferiría en su carrera–. Un mujer que asiste a table dances porque ahí se cierran varios de los tratos de la empresa. Que simula naturalidad en medio de un entretenimiento “sólo para hombres”. Un atisbo del porvenir, en donde los papeles de uno y otro sexos alternarán. Betty Draper es otro paradigma femenino a ojos del los espectadores de su futuro –de nuestro presente–. Una esposa modosita quien poco a poco se harta de su vida ordenada y en extremo aburrida. Los amantes se vuelven una opción para ella. Descubrir las mentiras de su esposo también. Aquí hay una liberación que no sucede bajo los efectos de la ideología. Es más básico y real. Una especie de “si tu lo haces, ¿por qué yo no?” Sentimientos que con toda probabilidad las feministas políticas supieron encausar bien e incluso sacarles provecho.[2]
Y en lo anterior se encuentra una nueva máxima del análisis histórico, este sí por completo académico. Mientras la historiografía del siglo XIX insistía en interpretar los hechos del pasado a partir de la ideología –entender las revoluciones desde un matiz marxista, por ejemplo–, en el siglo XX, teóricos de la historia como Jacques Rancière sugieren que en esas revueltas, la vida cotidiana se impone. El hartazgo por una situación habitual es el detonante y no un conjunto de ideas bien estructuradas. Las sediciones hechas por hartazgos, no por tener conciencia social. Esto sin duda sacude varios de los preceptos políticos e históricos aún el día de hoy, pero creer que los grandes eventos son resultado de grandes estructuras mentales, es demasiado falso y árido. Tal vez esa explicación funcione para intentar dar orden al pasado desde el presente, pero también nos alejan de la propia realidad. Nos otorgan un matiz un tanto acartonado. Mad Men hace lo contrario: expone situaciones, no las capitaliza desde cotos políticos o ideológicos. Literatura antes que convencimiento. Observar antes que determinar. La comprensión que, llegados a al fin del siglo XX, se vuelve un recurso más solicitado, como el ablandamiento de los hombres duros de antaño. Así, los seguidores de la serie pueden sacar sus propias conclusiones desde su individual perspectiva.
            La batalla de los sexos no es el único referente histórico en Mad Men. El consumo de alcohol, de cigarrillos, o las tendencias homosexuales, son otros parámetros históricos que encantan y atraen. El homosexualismo es un tabú irremediable. Un personaje masculino con esas tendencias, es negado. Sin embargo, en la sutilidad se encuentra la aportación. La relación que el hombre tiene con su propia homosexualidad, funciona de la misma manera que las flaquezas que Don Draper debe aguantar y disimular. Además, al estilo de Betty Draper, presenciamos una paulatina aunque tortuosa aceptación. El final para este hombre es terrible y nos vuelve a remitir a una temporada casi ajena: un poderoso cliente de la agencia descubre la inclinación homosexual en el que ahora es su subalterno. Intenta ligárselo y, ante la negativa, decide retirar su proyecto hasta que lo corran. Y eso es lo que pasa.
            Mientras ciertas tendencias son desterradas otras, a diferencia de nuestro presente, son alentadas. Los ríos de alcohol que corren, episodio tras episodio de Mad Men, emborrachan al espectador. El alcoholismo no es enfermedad: es parte de la vida normal. Beber es consumir. Beber, entonces está bien. Las buenas conciencias de hace cincuenta años beben sin parar. Es un cliché de esos hombres modernos con el hígado destrozado. No es privativo de círculos bohemios o decadentes. El alcohol es estimulante. Sirve también para soportar la negación de la debilidad. Un par de personajes son alcohólicos, pero a nadie le importa. Les ofrecen martinis y whisky a manos llenas. ¿Perdición por alcohol? ¡Eso son remilgos de niñitas endebles! Y con los cigarrillos sucede lo mismo. Sin embargo, en este último caso, ya se divisa la reglamentación del futuro. La campaña publicitaria que la compañía realiza para Lucky Strike, está teniendo problemas. Los médicos han comenzado a señalar que fumar es malo. La publicidad encuentra entonces maneras para minimizar esa preocupación. En Mad Men no hay nada de “dejar de fumar, reduce importantes riesgos en la salud”. Y eso, aceptémoslo, también genera nostalgia. La añoranza de las épocas en las que las buenas conciencias no tenían como blanco al alcohol, al tabaco. Con el comunismo estaban bastante ocupados. Nostalgia de bares, cafés y estaciones de autobuses en donde se podía fumar. Pero más allá de eso, estas sutilidades, nos indican cómo los detalles cambian en un periodo de tiempo tan breve. No hace falta entonces recrear la época isabelina, el virreinato o las guerras intestinas del XIX. La historia contemporánea mantiene una capacidad de sorpresa que logra su sortilegio gracias a que aún podemos palpar en nuestro presente, las consecuencias directas del cambio. Prendemos un cigarrillo –que sabemos es nocivo– y recordamos ese pasado inmediato en donde aún se podía fumar en el bar, en tu casa, incluso frente a niños, y nadie pegaba el grito en el cielo. Mad Men se convierte en memorabilia compuesta por el transcurso de nuestros comportamientos. Un afiche para coleccionistas que no necesita de expertos, porque a casi todos les dice algo. Porque recuerda de una manera eficaz la manera en la que hemos cambiado en tan poco tiempo.

Traumas revisitados

Pocos eventos tan brutales como la Segunda Guerra Mundial. Pocos episodios históricos como aquel, que ha aceptado una interpretación casi única. Con claros bandos entre “buenos” y “malos”. Una receta moral basada en esa forma ideológica de ver la historia. Toda interpretación alterna que se aplica a la Segunda Guerra Mundial, suele ser recibida con altas dosis de polémica. Si con Mad Men recibimos una dosis de pasado que confrontamos con nuestro presente, con el libro Las benévolas (2006) de Jonathan Litell, podemos ver una interpretación del pasado a través de los ojos de un sentir muy contemporáneo.
            Las benévolas es el primer libro de Litell. Le valió el Premio Goncourt y el Gran Premio de Novela de la Academia francesa[3], pero al mismo tiempo, la novela apareció rodeado de un coro de voces histéricas. La creación de la polémica por haber revisado a la Segunda Guerra Mundial desde un coto nihilista. La extensa historia se regodea en datos y episodios históricos. Sin embargo, más allá del recuento, hay un propósito constante: dar un enfoque diferente de los hechos por todos conocidos. Y para lograr esto último, la introducción que bajo el título de “Tocata”, hace el autor, resulta macizo como un golpe a la moral consabida. “Hermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió”, nos pide el personaje. “No somos hermanos tuyos, me replicaréis y nos importa un bledo. Y es muy cierto que se trata de una tenebrosa historia, aunque también edificante, un auténtico cuento moral, os lo aseguro.” Ironía, cinismo, malestar. El personaje que nos habla es un ex nazi. Sin embargo, el autor que lo creó le otorga el cruel desenfado de las generaciones nihilistas. De las sociedades a las que no les “importa un bledo”, al mismo tiempo que se encuentran saturadas de información y juegan a no tener tabúes. Muy atrás han quedado los papeles inamovibles de hombres y mujeres. Ahora todo es relativo, expugnable y analizable desde ópticas que no se sometan a camisas de fuerza morales. Bajo esta óptica, el personaje no trata de convencernos ni de la maldad ni de la expiación de los nazis. El presente se entromete con el pasado y otorga nuevas formas para que la historia haga el recuento de los hechos. Va una extensa cita del repugnante y a la vez seductor personaje:
En este programa [el T-4, de exterminio de los nazis], a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: “¿Culpable yo?”. La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico. El peón que abre la llave de gas, quien se halla más próximo al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. [...] ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos?[4]

La interpretación que el personaje hace de su pasado, cuestiona el episodio histórico, pero también nos da información del presente desde el que se hace el análisis. Que sea un nazi quien hable y quien establezca esa estructura de análisis en la que El Gran Enemigo se diluye para repartir responsabilidades entre todos, sólo puede suceder pasado un tiempo del episodio. Una vez que el dolor de las heridas también se ha diluido, incluso olvidado. Este olvido que provoca un sano distanciamiento, al evitar los discursos morales inequívocos y rotundos –nazis completamente malos, judíos completamente víctimas–, también contiene un riesgo. El olvido del dolor puede llevar con mucha facilidad a la repetición. Sin embargo, más allá de peligrosas emulaciones, la postura de Jonathan Litell tiene más que ver con un sano descreimiento. De esos que más que demoler u olvidar, eligen un empezar renovado que critica los vicios y errores del pasado. Sobre todo los de óptica. Así, Litell no consiente jamás con posturas que se dicen benévolas y que sólo sirven para alimentar más guerras. Un avance de mentalidad tenue, pero que resulta determinante si deseamos pasar de la época del descreimiento a la de una construcción que no ceda ante los embustes del pasado. Un certeza que ya desembarazada de los moldes añejos, se pregunta una y otra vez cuántas guerras se han creado a partir de discursos de izquierda y derecha.
            Litell nació en 1967, pertenece por completo a la Generación X que el escritor canadiense Douglas Coupland clasificó. Aquella que vive en medio de un exceso de información, de una nostalgia por el amor, de un acérrimo descreimiento. Pero una generación también que, a pesar de tantos tótems derrumbados, se mantiene idealista, aunque no tenga nada que ver con las izquierdas o derechas políticas que poblaron casi todo el siglo XX. Por ello su libro causó tanto escozor. En la polémica también se lee un cambio generacional. De mentalidad. Permuta contemporánea. Que un nazi declare que la culpa de la Segunda Guerra Mundial la compartimos todos, es un edicto polémico a la vez que doloroso. Pero la realidad del autor nada tiene que ver con su personaje nazi. Litell es judío, y durante largas temporadas intentó remediar su infecta realidad como pudo. Obsesionado con la guerra de Vietnam, se lanzó en campañas humanitarias hacia Bosnia-Herzegovina, Chechenia, Afganistán y el Congo. Luego dejó todo ello para sentarse a escribir Las benévolas en 2001 y con 21 años.

Zzzzzzz: en busca de un misterio

Varios especialistas y pensadores han tratado de ubicar el origen de la publicidad y la mercadotecnia. Varios aterrizan el inicio con Hitler. El dictador que supo venderse bien. Que convenció no sólo a un país, sino a buena parte del mundo que era imprescindible. Varios años después esa maquinaria publicitaria se diversificó. Echó raíces en casi todos los países del mismo mundo. El período histórico de la segunda mitad del XX es, sobre todo, la de un mundo cargado de publicidad. Y ello ha condicionado a varias generaciones. Sociedades que consumen entusiastas –como la retratada en Mad Men, o como el ideal que se diseñó durante el Milagro Mexicano–, generaciones obsesionadas con las marcas –como las juventudes de los ochenta–, hasta llegar a un sitio diferente: generaciones indigestas de publicidad. La publicidad no tiene ética. Por lo mismo, elimina tabúes con tal de que su efectividad se vigorice. Y eso logró nutridas franjas sociales que, sin tabúes, pueden repensar muchos eventos históricos. No sólo la Guerra Mundial que dio a luz a la mercadotecnia, sino eventos más recientes. Un análisis que, despojado de lineamientos ideológicos duros, experimenta nuevas visiones descarnadas o reveladoras. Las benévolas, de Jonathan Litell es buen ejemplo, pero no es el único.
            El escritor norteamericano James Ellroy sabe de obsesión por el consumo. En su pieza de autoconfesión “Mi vida como golfo” compilada en su libro Destino: la morgue (2007), nos narra su adicción a los tabloides, a los espectáculos deportivos, al alcohol y a las pastillas. Ellroy no es de la generación Mad Men. Sus desproporciones las vivió de manera aislada, lejos del éxito ideático. Ellroy tampoco es generación X: nació en 1948. No se inclinó por las expediciones humanitarias. Todo lo contrario: en su juventud sin dinero y lleno de deseos, se colaba en casas ajenas para beber licores y robar ropa interior de chicas a las que conocía. Sin embargo, tras esa vida de excesos –que por otra parte jamás justificó bajo la bandera del underground–, tras haber vivido todo y visto todo, le quedó una personalidad muy generación X. Sin tabúes. Ellroy no defiende al alcohol como ingrediente de la sociedad de consumo, pero tampoco lo ataca como un puritano de finales de siglo XX. Ellroy nos dice del alcohol:
El impulso alcohólico es la necesidad de ver lo que no se puede ver cuando se está sobrio. Es igualitario. Libera. Atraviesa todas las barreras de clase. Te sitúa en un contexto que confunde y te lleva a jugar contra la banca. Te libera de tu aislamiento y vuelve a atraparte en él. Es el impulso del amor descuidadamente promiscuo.[5]

Visión descarnada. Sin tabú. Nada de “bebe para pertenecer”. Nada de “di no a las drogas”. Visión tal vez molesta por real. Y los libros de este autor no se estacionan en los excesos. Su fuerte es el retrato de la sociedad norteamericana de los cuarenta, cincuenta, sesenta. Resalta las contradicciones que los tipos duros de Mad Men desean obviar. Ellroy aplica la misma visión temible a la política más contemporánea en su texto “El padre, el hijo y el espíritu del hermano”. Las elecciones del 2000 en Estados Unidos se vuelve el episodio histórico a analizar para este nihilista consumado. Bush contra Gore. James Ellroy es sanguinario. Nos dice de aquél proceso:
El chalaneo del discurso nacional. Atragántate con los detalles y pasa por alto el presuntuoso hecho de que la política presidencial es el Campeonato Mundial de las Peleas de Gallos para macarras y que el consenso se compra con una andanada de propaganda solapadamente disfrazada de libertad de expresión.[6]

Una ventaja que la ausencia de tabúes tiene, es la desacralización de los eventos que la publicidad insiste en hacernos creer importantes. Todo se toma en una dimensión más justa: el alcohol y sus efectos, la verdadera importancia de la política. El nihilista que es Ellroy no se deja intimidar por los “políticos como superestrellas”. No compra los discursos supuestamente diferenciados entre los contendientes. Litell es a la Segunda Guerra, lo que Ellroy es a los procesos políticos norteamericanos. Entonces, nos dice: “las elecciones de 2000. Bush contra Gore. La buena noticia es que uno de los dos perderá. La mala es que otro ganará”. La responsabilidad de la guerra se reparte entre todos. La victoria de un candidato también es culpa de todos. La política desde su versión publicitaria adormila a Ellroy. Y probablemente a buenos segmentos de las generaciones nacidas a partir de los sesenta. Como el propio autor señala, los discursos le provocan un extenso “Zzzzzzzzz”. Las recetas publicitarias no convencen al cínico. Al que lo ha vivido todo. El misterio de esa alquimia que es nulo. Gana la izquierda, gana la derecha. ¿Y?
            Así, en medio de despojos de tabúes: las opciones políticas gastadas, las ideologías sin impacto en las interpretaciones históricas, de algún lado tendría que salir el liberador misterio. No resulta sorpresivo entonces la propuesta de la serie Fringe creada por J. J. Abrams, Alex Kurtzman y Roberto Orci[7]. Fringe, clara heredera de propuestas televisivas como los Expedientes X, es una generadora de misterios. Pero el sitio de donde proceden esos misterios, puede leerse como un giro contemporáneo de óptica, muy cercano a Litell o Ellroy. A finales del siglo XIX la ciencia dura, entronizada por el positivismo, tenía un enorme apetito: deseaba develar misterios. No más brujas, no más diablos y demonios. Las fobias, las filias comenzaban a deslavar añejos mitos y se tornaban patrimonio de los científicos. Cien años después, tenemos demasiados misterios rotos. No hay encanto en el saber absolutamente todo. En que todo sea analizable y comprendido. La serie Fringe, entonces, propone una salida resguardada en la ficción: la ciencia, en vez de aclarar misterios los crea. La ciencia –o la visión que de ella se hace–, mantiene su potencial para lograr sorpresa. Es el pivote que nos salva del aburrimiento de la vida ordinaria: sea para develar misterios, como a fines del XIX –no son brujas, es necrofilia, ¡qué interesante!–, o para crearlos a finales del XX –un zombie creado a partir de un tipo de sangre corrompida genéticamente, ¡qué interesante!
            No creo que lo anterior se deba a que la ciencia sea el elemento salvador de nuestro tedio. Sino a que más bien es un elemento al que le vertimos nuestras esperanzas. Las esperanzas de un sitio mejor, ya sea para esclarecer misterios o para crearlos. En este sentido, la ficción que establece el concepto de ciencia tal vez sea más importante. La ficción que dota a la ciencia de su supuesto poder restaurador. Así, analizando la literatura de hoy que se aboca al pasado, respetando la visión de su propio entorno, podemos lograr crear o develar misterios. No transar con los vicios fenecidos, tal vez crear nuevos, como los que James Ellroy sostuvo en su negra temporada de ladrón, pero con la esperanza de que estas innovaciones creativas tengan el propósito de llevarnos a mejores sitios, o al menos, como los nihilistas creemos, hacer más habitable el desahuciado mundo que nos tocó vivir.

(Publicado originalmente en Posdata)


[1] Weiner también fue el escritor de la quinta y sexta temporada de Los Soprano, la mítica serie que trastocó no sólo a las producciones televisvas, sino también a las cinematográficas. Fue por escritores como él, que los contenidos para la pantalla chica tuvieron tanta calidad como para imaginarlos como una estupenda opción más allá del pueril entretenimiento. Para verlos incluso como valiosa propuesta literaria, por su aguda dramaturgia. Tanto así que varios productores de cine han visto a la televisión como una nueva zona preferente para desarrollar proyectos. Televisa, por cierto, no tiene nada que ver.
[2] Baste revisar el volumen De espacios domésticos y mundos públicos (2010, INAH, Colección Claves para la historia del siglo XX mexicano) en donde Martha Eva Rocha, Anna Rivera Carbó, Enriqueta Tuñón Pablos y Lilia Venegas Aguilera analizan algunas de las revueltas feministas ocurridas en el siglo que acaba de desaparecer. En cada uno de los casos las mujeres líderes supieron encausar un hartazgo o una carencia y dotarlos de sentido político.  
[3] Litell es norteamericano, vive en Barcelona, pero Las benévolas fue escrito en francés. El autor es un ciudadano muy finales de siglo XX, para quien las fronteras se rebasan con naturalidad, casi con imperiosa necesidad.
[4] En las benévolas (2006, RBA, Barcelona), p. 27.
[5] En destino la morgue (2007, Ediciones B, Barcelona), p. 11.
[6] Idem, p. 14.
[7] Tal vez no resulte como estupenda promoción de la serie el hecho que sus creadores hayan escrito también las nuevas películas de las añejas caricaturas Transformers. Sin embargo, con este dato, al menos podemos ubicarlos dentro de una franja generacional bastante concreta.