Blog de los textos de José Mariano Leyva. Ensayo. Narrativa. Reseña. Historia. Noticias.

lunes, 4 de junio de 2012

Jarrones de plata: confesión pública de un homicida[1]


Dickens: mirada gótica
Si el día de hoy, en esta explanada, les confieso a todos ustedes que soy un asesino, nadie me va a creer. ¿Quién creería una confesión de esa magnitud en un espacio como este? Si les digo que asesiné a mi esposa, todos permanecerán tranquilos. Estarán convencidos que solo lo digo porque estoy leyendo un relato de ficción que nunca ocurrió. Que quiero jugar con sus cabezas y no en la manera en la que un asesino lo haría. Solo a un desquiciado se le ocurriría confesar en pleno palacio de Bellas Artes, rodeado no solo de tanta gente, sino de representantes de la autoridad, que cometió un homicidio. Guardias que deberían llegar hasta mí para esposarme y llevarme a prestar una declaración más formal, menos artística.[2] Únicamente a un loco, o a una persona que entiende cómo funcionan las cosas. Que sabe que el cinismo se lleva muy bien con los tiempos que corren.
Con sus dos hijas
            Pues bien, aquí voy: me llamo José Mariano Leyva. Soy escritor pero también soy un asesino. Cometí un crimen y ahora, sin pudor se los refiero. Hace casi un año, el mes de mayo asesiné a la que era mi esposa. No había una sola razón: habían varias. Desde hacía días no soportaba su presencia. Cada vez que ella llegaba a la casa, sentía ganas de huir. En mi hartazgo estaba también el de ella. El repudio mutuo. En las comidas, cada vez que levantaba la mirada, ella estaba viéndome. Con el mismo odio. Con el mismo semblante de asco, de repulsión. Esas miradas querían decir muchas cosas: eran, por ejemplo, el reproche por el hijo que nunca tuvimos. Ella insistió durante largos meses y yo le contestaba que no me interesaba. Que solo quitaban tiempo, dinero y energías. Me enfurecía que mi esposa me viera como una simple máquina reproductora. Dejamos de dormir juntos. A ella, el reproche no le permitía estar en el mismo cuarto donde yo estaba. A mí me daba temor que su insistencia se convirtiera en seducción y que yo flaqueara.
            Algunos meses más tarde los papeles se invirtieron. Yo entendí que la única manera de que me dejara en paz sería, efectivamente con hijo. Una tercera persona que también aliviara el tedio entre los dos. Se lo propuse. Ahora fue ella la que se negó. Me dijo que estaba equivocada. Que un hijo sólo entorpecería su vida profesional. Que no quería terminar como su madre quien había renunciado a carrera y oficio por culpa de sus tres hijos. Para terminar de convencerse me dijo que un hijo, además, ensuciaba todo. Que era sinónimo de desorden y ruido. Y mi ex mujer era una fanática de la limpieza y el silencio. Había instalado doble vidrio en cada ventana de la casa para filtrar toda noticia del exterior. Con la misma determinación, trapeaba los pisos una vez por día y los enceraba dos por semana. Esas eran las tareas que le resultaban más importantes que tener un hijo. Entonces a mí me quedó todo claro. No había salida. Hasta cierto punto ella tenía razón: ir por la vida con compañía no era otra cosa que aceptar un contratiempo, tener que hacerse cargo de seres inútiles que detienen nuestra carrera hacia la superación. No habría hijos, pero entonces, tampoco habría pareja. Ahí decidí asesinarla. Y decidí hacerlo de la peor manera. Aquella mujer, aun hoy lo creo, se merecía el peor de los castigos por haberme entorpecido mi vida durante tanto tiempo.
            Entiendo que a muchos de ustedes les parezca exagerada mi resolución. Pero piénselo bien: el divorcio es para los débiles. Trámites, peleas, gasto de dinero y la posibilidad de encontrarte con tu ex pareja en cualquier rincón de la ciudad. Para ello mejor desaparecerla del todo.[3] ¿No es eso lo que muchos de los habitantes de este país están haciendo? Aniquilar en vez de dialogar. Convencer a punta de pistola en vez de escuchar. ¿No hemos escuchado las explicaciones más ridículas para asesinatos públicos, desde la muerte de inmigrantes hasta hijas que aparecen al pie de la cama sin que los padres lo supieran? Peor aún: ¿no se olvidan esos crímenes en menos de una semana? Y para aquellos idealistas que todavía tengan dudas, reciban mi más estudiada indiferencia. Lo siento mucho pero en un mundo donde las apariencias lo son todo y lo que realmente hemos hecho, vale muy poco o nada, yo estoy tranquilo. Tanto, que me parece perfectamente entendible que nadie me haya detenido aún. Yo, a diferencia de los otros asesinos del país, declaro mi culpabilidad, y nadie me cree. Me parece estupendo. Les cuento la verdad cobijado por las miradas de todos ustedes. Por las sonrisas a medias que veo en los rostros de los de atrás.
            El día elegido tenía todo listo. En las escaleras que suben al segundo piso de la casa, mojé con cera tres escalones. Lo suficiente como para que se resbalara, pero no tanto como para que pudiera advertir la trampa. Entonces fui a mi estudio. Jamás, en toda mi vida esperé con tantas ansias que llegara de su trabajo. Cuando al fin llegó, lo acepto, me froté las manos con emoción. Escuché como dejaba sus cosas, y como, sin duda, iba preparando su reproche del día: que si el tráfico estaba espantoso, que si el jefe de su trabajo era un desgraciado sin escrúpulos, todo como si fuera mi culpa. De pronto un breve grito. Una exclamación aguda que fue acallada por el claro crujir de unos huesos. Salí corriendo del estudio. Llegué hasta las escaleras y la vi: tirada boca abajo, con las piernas en la parte más alta de la escalera. Los brazos evidentemente rotos y el cuello torciéndose hasta lo imposible. Vi su cara. En los ojos abiertos permanecía la mirada de siempre. El reproche. El odio. Y de pronto: un pestañeo. La desgraciada no estaba muerta del todo. Ni eso podía hacer bien la estúpida. En su contemplación se adivinaba el odio. Nada de súplica. Incluso en aquel estado, me retaba y detestaba. La boca, con muchos dientes quebrados, no podía emitir sonido.
Fui hasta el estudio y tomé un pesado jarrón de plata que la madre de mi esposa nos había regalado. Había sido el regalo de bodas más necio. Nunca sirvió para nada más que para la ostentación. El jarrón nunca tuvo flores, tuvo solamente pretensiones. La idea de que si una pareja tiene objetos materiales: ipods, ipads, inmensas pantallas, carros del año, jarrones de plata, entonces son exitosos. Como si eso fuera fiel reflejo de lo bien que le va a una pareja y no lo contrario. Tomé entonces el mentiroso jarrón y regresé a la escalera. Ella y su mirada seguían ahí. Levanté el jarrón lo más que pude y luego lo dejé caer. Escuché un sonido seco. Un enorme hueso que se rompía.[4]
            Quedé exhausto. Pero en breves minutos la ira cedió paso a la calma. Y con la calma pensé: la resbalosa cera en el piso para que cayera, las ventanas de doble vidrio para que nadie en el exterior la escuchara. Sus obsesiones diarias. Su muerte definitiva. Pero el acto tenía también mucho de contemporáneo: la necedad generalizada por la limpieza, el encarnizamiento que tenemos por defender nuestra individualidad. Que nada nos toque. Que nada nos afecte. Intentar prolongar un sueño en el que la violencia solo se filtra por las noticias de la televisión. Y esas noticias, esas muertes, tienen un sabor tan lejano que hasta nos parecen reconfortantes. Las muertes pasan allá afuera. Aquí adentro estamos seguros.[5]
            Deshacerme del cuerpo, curiosamente fue más fácil. Una llamada telefónica y un hombre que no hizo preguntas se encargaron de todo. Claro que no diré su nombre: una cosa es que yo les confiese mi crimen y otra que delate a la única persona que sabía lo que hice, antes que ustedes. Lo que sí les puedo decir es que ese hombre gana, en la oscuridad, más dinero que personas que realizan actividades menos violentas y más constructivas. 
            Varios días después declaré su desaparición. “Jamás llegó a casa”, dije. La policía investigó por un tiempo moderado, pero estaba claro que con la enorme cantidad de asesinatos que se están cometiendo en el país, y que reciben mayor atención mediática, la muerte de mi esposa tenía poca importancia. Pronto el vigor policíaco desapareció. Por el contrario, para la madre de mi mujer tenía toda la importancia del mundo. Me fue a visitar varias veces a casa después de mi asesinato. La madre era muy parecida al jarrón de plata que nos había regalado: con muchas pretensiones y pocas utilidades. No era mala persona, pero estaba obsesionada con las apariencias. Para ella, el carro que manejabas era todo. La marca de tu ropa era más importante que lo que sentías o pensabas.
Los primeros días se compadeció de mí. Ella lloraba mientras yo fingía llorar. Pero luego, cuando las esperanzas de encontrarla fueron desapareciendo, comenzó a sospechar. Sin embargo, tenía un serio problema: buena parte del dinero con el que vivía, que le permitía comprar autos y algunas joyas, provenía de mis arcas. Un giro en la economía familiar que mi esposa había tramado hacía mucho tiempo y que yo toleré. Así, mi suegra arriesgaría muchas cosas, pero jamás los objetos materiales que sostenían su apariencia. Eso la hacía creer que era mejor que los demás, Los demás, por cierto, solían creer la misma mentira.[6] Es curioso: uno se para frente a las personas y declara un crimen con completa honestidad y nadie le cree. Por el contrario si otra persona se eleva por medio de mentiras, todo mundo queda convencido. Tal vez por eso la política resulta tan exitosa. Tal vez por ello la violencia que la política genera, nos resulta tan natural. En fin, al final todo eso jugó a mi favor. De alguna manera mi suegra sospechó lo que había ocurrido. Y fue incapaz de decir una palabra. Como ahora era solamente mía la responsabilidad de que parte de mi dinero fluyera hacia su bolsillo, prefirió sus apariencias a hacer cualquier tipo de justicia.
            Esta es mi historia. Es real. Lo que tienen enfrente es a un asesino que confiesa. Pero la incredulidad es mi aliada. Me encubro a la perfección en medio de lo que sucede en el país. Si no nos importan los asesinatos que todos los días vemos en cualquier parte ¿por qué habría de importarles este en específico? Tantos muertos en la calle que uno más ¿qué importa? La rabia que puedan tener se les va a desaparecer, lo prometo. Se les va a olvidar. Estamos acostumbrados a imaginar masacres como un evento diario que no tiene mayor importancia. Pero si acaso creen que es desagradable presenciar la cínica confesión de un asesino, que es un insulto que el homicida te diga en la cara que cometió un crimen y que quedará impune, que no habrá guardia ni gendarme que lo detenga, entonces ¿por qué no sentir lo mismo con las masacres que ves en la tele, en los diarios? La lejanía no lo justifica. Una muerte impune, por más distante que parezca, no debería dejarnos impávidos. Porque ¿qué son ustedes? ¿Hombres de justicia o jarrones de plata?[7]

Texto leído en la explanada del Palacio de Bellas Artes, Día internacional del libro, 2012.


[1] El siguiente texto está basado en los relatos breves Confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II (1840) y El manuscrito de un loco (1836) de Charles Dickens. Tres relatos que se inscriben en un estilo poco conocido del autor: más cercano al misterio y al tono gótico, aunque jamás carente de su consabida y marcada crítica social. Ambas son confesiones de asesinos cuyos motivos homicidas quedan plasmados en alguna especie de documento. Está también anotado con observaciones y comentarios de análisis histórico, todos al pie de página que en su mayoría intentan analizar aquel primigenio estilo literario. Se sugiere leerlo primero, ignorando las referencias y luego, si la paciencia es suficiente, incluyéndolas en la lectura.
[2] Los referidos relatos de Dickens toman al asesinato como una forma de crítica social. Lo que hoy puede parecernos no tan atrevido, en la primera mitad del XIX podía ser incluso, escandaloso. Dickens, sin embargo, tenía un antecedente que había abierto brecha: El asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincy (1785-1859), publicado 15 años antes de que salieran sus cuentos en 1822, un auténtica polémica literaria que sentó precedente en la crítica social basada en la violencia.
[3] Dickens se divorció en 1858, en una época en la que el divorcio era un estigma social pésimamente visto, peor aun para una figura pública como él.
[4]Aun en sus tonos más oscuros, Dickens jamás logró tonos de violencia tan explícitos. La época y, tal vez, su propia ética, no lo permitieron. Sin embargo, el cinismo siempre fue uno de sus blancos favoritos. Un hombre que declara públicamente que es un asesino (como sucede en ambos relatos a los que me refiero), constituía una eficaz fórmula que aunaba violencia, cinismo y crítica. El día de hoy la literatura que intenta cumplir con esos rasgos, suele elevar los niveles de violencia (Cfr. Bret Easton Ellis con Psicópata americano, 1991) tal vez para provocar mayor consternación a un público con menores ataduras morales, y lograr así que el efecto de la diatriba se siga cumpliendo.
[5] Sin importar los estilos que Charles Dickens practicó –periodismo, cuentos obscuros o novelas cómicas—la crítica social siempre está presente. Ese tal vez sea el rasgo más vigoroso del escritor.
[6]  En El manuscrito de un loco el hermano de la esposa muerta se da cuenta de quién es el asesino, pero le cuesta trabajo aceptarlo porque ese mismo hombre le compró un puesto militar. De hecho, la hermana casa con el “loco” por asuntos estrictamente monetarios para su familia.
[7] La confrontación del moralista es otro de los recursos más característicos de Dickens. Una necesidad por incluir activamente al lector y hacerlo que tome partido. La estratificación social, la pobreza y la ostentación de la riqueza eran atacados de manera sistemática.

1 comentario:

  1. Hola, estoy buscando tu correo para extenderte una invitación para participar en un Encuentro Internacional de Escritores en Monterrey, NL. CONARTENL. ojalá pudieras contactarme renaterdz@gmail.com
    Saludos
    Renata Rodríguez

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